lunes, 30 de mayo de 2016

Inconversa

Suena como el título de una popular trilogía de ciencia ficción y, visto desde cierta perspectiva, lo es. Me topé con la terminología hace pocos meses cuando inicié una relación sentimental con un chico cristiano. Ya había escuchado el término "mundano", pero "inconverso" era una palabra ajena a mi léxico. Resulta que yo era eso; una persona que "no sigue a Jesucristo".

Mi relación con Dios ha tenido sus altibajos. Nací en un hogar "católico", con grandes comillas, porque conocíamos las tradiciones y celebrábamos ciertas fechas, como cualquier otro venezolano, pero no éramos devotos. Mi acercamiento al catolicismo llegó como a los once años cuando me inscribieron en catequesis para hacer la comunión. A estas alturas de mi vida, creo que fue un asunto de presión social o de lo que mi madre conocía como "el deber ser". Después de todo, no asistíamos a la Iglesia. ¿Por qué tendríamos que seguir los sacramentos?

De una forma u otra, me volví asidua a la Iglesia. Mi hermana cantaba en el coro, mi otra hermana se hizo monaguilla. Yo, que no quería figurar demasiado, ayudaba vendiendo los cantos en la entrada. Pero un día sentí que no debía ir más. Quizá era la flojera de levantarme un domingo temprano, quizá era la gente que no me aportaba nada, quizá era que Dios no me llamaba... Pero así, sin más, dejé de ser la "extrema católica" a la "creo en Dios, pero no quiero ir a la Iglesia". Debe haber influido el hecho de saber que mi abuela vivía frente a la Iglesia y cuando estaba agonizando, mis tíos buscaron al sacerdote para que le hiciera la Unción de los Enfermos, pero él se negó. Tenía que dormir. Las necesidades humanas pesaban más que el descanso eterno de mi abuela.

A medida que fui creciendo, mi relación con Dios se hizo distante. En algún punto de la universidad, dejé de creer. La gente que me rodeaba me abrió la mente. Empecé a hacerme preguntas, a cuestionar ciertos asuntos. Fue un asunto progresivo: una especie de sentimiento interno que poco a poco se fue exteriorizando, aunque con miedo: ¿Me castigaría Dios por mi herejía al compartir memes en contra de su existencia? Pero el temor fue pasando y el asunto se volvió una convicción: DIOS NO EXISTE Y TODOS TIENEN QUE SABERLO. Me volví incluso tóxica. Pasé a ser conocida como "atea". Me sentía superior y rebelde. "Oh, ustedes estúpidos creyentes. ¡Cuán imbéciles son!". La idiota era yo.

Los años no pasan en vano y llegué al punto donde entendí que no era atea, sino agnóstica. Yo no creía en Dios, pero sí en el karma; en que todo lo que haces se te devuelve. He sido testigo y protagonista de eso. Entonces sí creía en algo. Creía en lo que podía ver. Veía el karma actuar. ¿Y Dios? A ese no lo veía.

Por las vueltas de la vida, empecé a cubrir la fuente "Ciudad" en una medio de comunicación. Fue la época en la que Benedicto XVI renunciaba a su papado. Cuando llegué a la redacción, tenía una encomienda: hacer un reportaje al respecto. Fue cuando me topé con Monseñor Mariano Parra y me inspiró una paz que hacía mucho tiempo no sentía. ¿Era Dios llamándome a través de él o era que el sacerdote era simpático y ya? 

Pedía hacer todas las pautas eclesiásticas. Disfruté la Semana Santa como nadie. El Domingo de Ramos fue uno de los rituales que más me agradaron. Regresar a la Iglesia, aunque fuera para sacar información, me sentaba bien. Sentí que, nuevamente, debía cambiar mi perspectiva. Me di cuenta que mi problema no era con Dios (aunque no estaba, ni estoy, segura de su existencia). Mi problema era con las instituciones, con las religiones que en lugar de unir, separan. Y eso lo viví en carne propia.

Mi relación con los cristianos/evangélicos nunca ha sido buena. "Son los peores. Se creen mejor que nadie", decía mi madre. "Son los peores", decían mis amigos. "Son los peores", decía la mayoría de las personas que conocía. Era como algo normal en mi entorno "mundano", así como que cuando te visitan los Testigos de Jehová tienes que alejarte de la puerta, o que Tom Cruise es un loco por formar parte de la cienciología.

Tuve algunos acercamientos extraños. Solía echarle broma a un amigo cristiano del liceo. Fingía que me gustaba porque era muy tímido y eso me daba risa. Un día me detuvo: "no podemos tener nada. No somos de la misma religión". También recuerdo el caso de un muy buen amigo, quien abandonó a su novia, nacida y criada en un hogar cristiano, porque la mamá de la chica le exigía que se convirtiera. Tendríamos trece años. Otro conocido cristiano sintió la necesidad de explicarme cómo mi afición a Harry Potter me acercaba al demonio, porque era una alegoría a la hechicería. "Mi novio era cristiano y me dijo que eso era puro chanceo", me comentó hace poco una amiga. 

El golpe más duro me lo llevé contigo (sé que estás leyendo). Él gustaba de mí en el colegio. Yo pasaba de él. Transcurrieron los años, erré, pequé, me estrellé contra la pared y él permaneció "puro y casto" (estoy exagerando). Salimos un par de veces. Se puede decir que lo intentamos, Yo quise intentarlo. Era un muchacho bueno, educado, centrado, emprendedor. ¡Yo me merecía algo así! Pero él pensó distinto; resulté ser muy mundana para él. "Yo no te juzgo. Eres tú misma quien te juzgas". Bonito juego mental. A fin de cuentas, nuestro amor adolescente no llegó ni a un beso porque yo era distinta. "Liberal, hedonista", me decía. "Mente abierta y me gusta la buena vida", replicaba. "Quiero ser predicador". Bueno, ya era demasiado. Una tiene que ubicarse y ciertamente no cumplo el perfil de la esposa de un predicador. Seríamos el ejemplo de cuchillo de palo en casa de herrero. 

Este nuevo hombre, mi novio, me aceptaba a pesar de que no seguía su religión. "Te busca porque consigue en ti lo que no puede conseguir en el culto", me dijo el anterior prospecto. Lo sentí tan: no eres mía, no puedes ser de nadie, o por lo menos nadie de mi religión. "¿Qué consigue? ¿Sexo? Número uno: yo se lo estoy permitiendo. Número dos: te aseguro que hay niñitas del templo mucho más recorridas que yo". Uy, de esto también tengo historias, pero no vienen al caso.

Estaba tan traumatizada por la relación fallida, que la religión se volvió centro de muchas preguntas al inicio del nuevo noviazgo. Yo lo conocí siendo mundano. Su entrega al templo me generaba mucha suspicacia. "¿Quieres que sea cristiana?". "¿Por qué me buscas a mí y no una de la Iglesia?". Preguntas lanzadas, preguntas contestadas. No era necesario convertirme. Sería "mejor" si así ocurriera, pero definitivamente no era un requisito. Las chicas de la Iglesia no eran de su tipo. Demasiado tontas. Demasiado creídas. Demasiado "todos se van a poner intensos a preguntarnos cuándo nos casamos". ¡Eureka!

El problema radicaba en que no había real libertad de salir y conocerse. Los asuntos debían "ponerse en orden" desde el principio. ¿Para qué compartir, salir, debatir, discutir? Eso era tomándole la mano a la muchacha en cuestión y firmando su sentencia matrimonial. Lo entendí. Era lógico que no quisiera lidiar con esa presión. Era ilógico que no pudiera disfrutar de un noviazgo normal. Asunto arreglado.

Le dije que jamás le pediría que dejara de ir a la iglesia. "Lo que no quiero es que vivas allá". Y no era un asunto de fe, sino de lógica. La gente tiene que trabajar. Cuando vas al supermercado no pagas con una tarjeta mágica de creencias. Si vives metido en una iglesia, ¿cómo pagas las cuentas? Y no me digan que "Dios proveerá". Ninguna figura sobrenatural provee nada si tú no actúas para conseguirlo.

Al principio me ocultó y discutimos por eso. "Si nos conseguimos con alguien de la Iglesia, ¿no me presentas como tu novia?". "No creo". Demonios, vengan a mí. Me sentía molesta, menospreciada y dolida. Luego tuve un subidón de autoestima. "He cometido errores, pero no soy una mala persona". Es que no lo era. Tengo mal carácter, a veces la pasión me atrapa, puedo ser impulsiva, pero de allí a ser "indigna" había largo trecho. 

Las cosas fueron avanzando y con ellas, las promesas de un futuro juntos. Matrimonio, hijos. Por petición suya hicimos pública la relación. Par de fotos en Facebook para marcar territorio (como si sirviera de algo) y el "en una relación con..." para terminar de "mear" el muro (como escuché una vez). Lo nuestro era oficial, pero faltaba algo. Uno conoce a los papás, a los amigos, y a la gente de la Iglesia. La idea no me mataba de la felicidad, pero si era importante para él, yo daría mi brazo a torcer. No iba a quemarme por pisar el templo.

Fuimos creo que dos o tres veces. Mucho gusto por aquí, mucho gusto por allá. La vida es bella. Soy mujer y periodista, y las preguntas iban a llegar en cualquier momento: "¿no te han dicho nada de mí en la Iglesia?". En primera instancia, el pastor veía con buenos ojos que él me llevara, a pesar de no pertenecer a la religión. En los bajos fondos, nuestra relación no estaba bien vista.

-Tuve que parar a fulanito (ni recuerdo el nombre, ni jamás me importo) porque dijo que iba a hablar contigo. Dijo que era un error estar en yugo desigual.

El término quedó rondando en mi mente. Esa mañana él acudió a la Iglesia y yo me quedé en su casa, porque no había llevado ropa adecuada. Me lancé a la computadora y empecé a leer al respecto. Una explicación era más espeluznante que la otra. "Si sientes mariposas por alguien que NO AMA a Dios; toma tres días de ayuno para que mueran de hambre". 2ºCorintios 6:14 "No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; porque ¿qué compañerismo tiene la justicia con la injusticia? ¿Y qué comunión tiene la luz con las tinieblas?". Claramente yo era la injusticia y las tinieblas. 

Internet está plagada de artículos impresionantes sobre cómo un cristiano no puede estar con gente que no es de su religión, porque prácticamente, será el inicio del Apocalipsis. No sabía yo que con un beso abriría las puertas del infierno. Supuestos ejemplos de relaciones fallidas con "inconversos" pululaban. "Él era un bebedor, un golpeador, un drogadicto, un hijo del demonio y nos tuvimos que separar". Yo bebo poco, solo golpeaba a mi hermana cuando éramos niñas, nunca me he metido drogas, no sigo al demonio, pero no ser cristiana parecía meterme en ese saco del terror. 

La cosa no se limitaba al corazón, sino que abarcaba a las amistades. Aparentemente, si eres cristiano, solo puedes relacionarte con cristianos. "¡Por eso es que son tan mente cerrada! ¡No permiten la diversidad de opinión! ¡Pareciera una comunidad amish!". Él me explicó que eso era cosa de radicales. Aparentemente yo me topé con puros radicales.

Un día se le escapó que, apenas me presentó en "sociedad", varias chicas de la Iglesia llenaron sus muros de Facebook con indirectas para él. "No sé porqué los chicos cristianos se empeñan en formar relaciones con inconversas (...) les gusta andar entre la basura". ¿Perdón? ¿Estás eran las niñas que van cada semana congregarse? ¿Ellas se atrevían a juzgar nuestra relación aún sin conocerme? ¿Me llamaban basura? Quise pensar que era algo de adolescentes o solteras locas (ya habíamos visto a una que quería con él y ahora le lanzaba rayos láser de los ojos cuando nos veía tomados de la mano), pero el asunto fue más allá. Amigos y conocidos le habían hablado de las dificultades de estar en una relación con alguien que no perteneciera a la religión.

Por cosas del destino (¿Dios?), él dejó de congregarse. No entraré en detalles que pesan en la conciencia de cada quien, pero sí puedo dar fe que su alejamiento nunca tuvo que ver conmigo. Jamás le pedí que no se congregara. Lo conocí cristiano y así lo aceptaba. Claro, nadie ve sus propios errores y en lugar de identificar las fallas internas, fui señalada como la Yoko Ono de estos Beatles angelicales. Él no iba a la Iglesia por mí. Punto.

Así pasó que un día íbamos en un carro con un "hermano" de la Iglesia. "Creo que son figuraciones mías, pero el tipo me ve como con odio. Parece que tuviera la peste encima". "Bueno, puede ser". En un segundo encuentro, él mismo lo confirmó. "Sí, te mira mal. Él está muy entregado a la Iglesia. Es radical". 

Pero lo que más me impresionó fue un encuentro con uno de los principales de la Iglesia. Me saludó con educación y, como si se tratara de un muñeco en disputa, se llevó a mi entonces novio a un lado, hablando en suficiente voz alta para que yo escuchara "lejos de Dios no hay nada bueno". Nuevamente, pensé que me hacía ideas en la cabeza, pero ésta vez ni siquiera tuve que hacer el comentario. "Está celoso (...) Me dijo que sería lamentable que me alejara de la Iglesia por una mujer. Te trata con recelo". Pues sí, el hombre se había convertido en Regina George y se aseguró de que yo supiera quién mandaba. Era una batalla entre la fe y mi vagina, supongo. 29 años recién cumplidos y otro hombre me disputaba a mi pareja. Eso sí no lo vi venir. 

Lo más interesante del asunto es que siempre he respetado su religión. Al contrario de lo que la gente pensaba, a mí me convenía que él tuviera algo en qué entretenerse. Así me daba tiempo de trabajar, salir con mis amigas y seguir siendo yo. Claro, me frustraban algunas historias que escuchaba de ese sitio (una vez más, no es mi asunto divulgarlas), pero cada quien debe saber lo que hace con su vida. 

Me sorprendió que, tiempo después, él me pidiera que lo acompañara de vuelta. Sí él soportaba los malos tratos y las hipocresías, bien por él. Yo no estaba dispuesta a hacerlo. Si la familia de tu novio no te quiere (o viceversa), uno se las apaña, sonríe, hace el intento. Después de todo, es posible que debamos compartir toda la vida. Pero si la gente de la Iglesia no te quiere sin motivo alguno, ¿debía poner la otra mejilla? 

"¿Por qué me pides que vaya a un sitio donde no me quieren? No lo digo yo. ¡Tú lo viste!". "No se trata de la gente, se trata de Dios. No le pares a la gente". Y estaba de acuerdo, no se trata de la gente. Pero, ¿cómo podía ser hipócrita con estas personas? ¿Qué eso no está en contra de la palabra de Dios? "Evidentemente, nadie en la Iglesia te vería con buenos ojos. Era una batalla perdida. A menos que te conviertas a la fe", me dijo un amigo cristiano. Pero, ¿cómo podría yo convertirme a una religión que me consideraba la fuente de todos los males, al menos que fuera como ellos? ¿Cómo podría entregarme a una iglesia cuyos miembros tratan con recelo y asco a quien sea diferente? ¿Era ese el Dios / Jesucristo que quería conocer? ¿Era esa la persona que yo quería ser? Me negué. Mi relación con Dios es personal, exista él o no. No necesitaba de palabras aparentemente hermosas para "llenarme del Señor" que en realidad estaban llenas de malos sentimientos hacia quienes piensan y son diferentes. Si es ese el camino a la redención y la vida eterna, que las llamas del infierno esperen por mí.   

Sé que tengo muchos "amigos" y amigos (contactos y amigos) cristianos y, créanme que mi intención no es ponerlos en entredicho. Quizá me acercaron a la Iglesia incorrecta. Quizá en otros lugares se apela al respeto de ideologías y a la inclusión. Lo cierto es que esto me permitió tener una perspectiva más amplia de la religión. No se puede decir que no lo intenté. Refunfuñé, sentí cierta incomodidad, pero lo intenté. Y ¿qué recibí? Puñaladas por pensar diferente, cual película de ciencia ficción. Fui Tris, la Divergente. Soy Lilihana, la inconversa. “Jesucristo” en su máxima expresión. ¡Amén y amén!

lunes, 16 de mayo de 2016

It's all about my hair (no trouble?)

Desde que tengo uso de razón (bueno, no tanto) mi cabello ha sido el centro de grandes inseguridades, mucho más allá de mi evidente exceso de peso. Cuando era niña, lo tenía semi ondulado, de ese que se peinaba con facilidad, como en las películas, o al menos yo lo sentía así. Pero a medida que fui creciendo, mi cabello fue mutando en una cosa gigantesca y explosiva, imposible de manejar. Mi madre no sabía qué hacer.
-Ay hija, ¡ese cabello!
La pobre siempre intentó que estuviera bien peinada. En el kinder me obligaba a llevar una pollina que yo me quitaba tres segundos después y cuando mi cabello se volvió una maraña como la de Hermione Granger (la de los libros, porque Emma Watson sale peinadita en las películas), mi madre se frustró. Intentó de todo.
-Me dijeron que en Avon venden una crema buenísima.
-Vamos a hacerte la vuelta en las noches.
-Fulanita me dijo que se echa tal cosa...
Sus inseguridades pronto se volvieron mías. Odiaba mi cabello y pronto empecé a buscar maneras de que fuera más manejable. No ayuda en nada tener una hermana contemporánea con una cabellera lisa y negra, mientras la tuya, además, decidió llenarse de canas desde que tenías 15 años.
-Hay un producto que se llama Rena. ¡Es buenísimo!
-Fulanita me dijo que usara tal ampolla.
Nunca tuve un secador de cabello, nunca aprendí a planchármelo y mi mata de pelo tampoco me ayudaba. Una buena amiga fue una de las últimas que se atrevió a plancharme el cabello. Sé que era una tortura para ella: casi tres horas de calor. Nena, te agradezco la ayuda, pero ahora que lo veo en retrospectiva, tengo que decirte que también fue una tortura para mí.
Y así me convertía en esas mujeres "casabe", que corren en dirección opuesta a la lluvia, que no sudan y que no se mueven porque el cabello tiene que estar perfecto.
¿Perfecto? Sí, porque en este país y en esta cultura de misses, el cabello se lleva largo y liso. Eso es perfecto. Lo demás es un insulto al mundo.
En cierto punto, tiré la toalla. Me escudé en mi fractura y en el hecho de que pasar horas planchándome el cabello me hacía daño (cosa que no es mentira. Es que en este cuerpo hay que decidir secarse el cabello una misma o tener un brazo funcional). ¿Qué hice? Utilicé cuanta crema para peinar encontraba y me hacía un patuque horroroso que no lucía para nada. ¿Frizz? Uy, tengo tantas historias de ese mal... 
Nunca estuve cómoda. Cuando salía con alguien e intentaba tocarme el cabello, me volvía una ninja.
-¡No me toques el cabello!
Es que prefería que me tocaran la mano, las tetas o el culo, a que alguien se atreviera a meter la mano en esa cosa dura y grasosa que "adornaba" mi cabeza.
Fue entonces que vi la luz al final del túnel. Siempre dicen que no te cortes el cabello tras una ruptura amorosa. Yo no escuché. Me hablaron de un súper estilista y una noche me puse en sus manos.
-Córtame esto, ¡ya!
Pedro (el hombre es cuestión) estaba fascinado.
-¡Las mujeres nunca se dejan hacer estos cambios drásticos! ¡Un jefe me decía que cuando una cliente pide que le corten el cabello, hay que hacerlo y botarlo enseguida! Eso está lleno de malas energías.
Fui feliz. Había regresado a ese corte que usaba cuando era niña. mucho menos manejable, pero mucho más sencillo para mí. Cambié de levantarme con una maraña en la cabeza, a despertar, pasarme la mano en el cabello y listo. ¡LA GLORIA!
Fui probando con nuevos estilos y nuevos colores; unos más favorecedores que otros. Puedo decir que, ahora mismo, adoro mi cabello. Son unos rizos fáciles de manejar con espuma o crema, que se arreglan con un cintillo o unas pinzas en esos días en los que me dice: no, hoy no quiero colaborar contigo.
Pero son rizos, siguen siendo rizos, siguen siendo esas cosas con vida propia que en cualquier momento pueden atacar y colonizar el mundo... o al menos eso sigue creyendo mi madre. Ahora, que lo tengo un poco más largo (ya necesito retoque) vuelvo a escuchar esa frase:
-Lila, ¡ese cabello!
Y yo me veo en el espejo y ya no noto aquella maraña odiosa, sino unos rizos cortos que se ajustan entre una cinta. Por alguna razón, a ella le molestan. 
Es que mi pobre madre también es parte de esa malnacida cultura latina. Es liso o nada.
-Yo conozco mujeres que lo tienen rizado y se hacen la keratina y se lo secan...
No, esa no es mi madre, sino un chico con el que salgo. Porque para él, me veo más linda con el cabello largo y liso. Yo, que he tenido que lidiar con el monstruo, le respondo:
-¡No sabes lo que estás diciendo!
Honestamente, le agradezco los consejos de belleza. No tengo ningún problema de que una persona con la que ando me diga cómo le gustaría verme o me aconseje qué me queda mejor. Lo que no tolero, ni de él, ni de mi madre, ni de nadie, es esa manifestación perversa de que liso es lo mejor. Entonces, nosotras, las rizadas, tenemos que vivir rodeadas del calor del secador, el dolor de que te quemes el cuero cabelludo y el temor a que caigan unas cuantas gotas, porque perderás el glamour.
En esta, la era de la inclusión, es imperativo que los padres enseñen a sus hijos que la gente "viene" en diferentes tamaños, colores y tipos de cabello. Que el pelo rizado no es sinónimo de "horrible" y que el secador debe ser una elección y no una obligación. No se trata de andar despeinadas por la vida (aunque por allí hay una frase que dice que lo mejor de la vida te despeina), pero sí de entender que la belleza no es esa que nos imponen en los concursos que tanto adoran los latinos; sino que se puede ser diferente y que el cabello también es una manera de expresar tu individualidad, aunque el mensaje sea: soy rebelde y no me importa.
Lo más descorazonador es cuando he ido al salón de belleza y me he topado con madres que hacen que le sequen el cabello a sus hijas, que no tienen más de cinco años. ¿Es necesario inculcarle a una bebé que hay algo que está "mal" con ella y que si no se somete a procedimientos químicos o llenos de calor, no se ve bien? El cambio viene desde casa. Trabaja en el autoestima de tus hijos. ¡Libérate y acepta los rizos!

Este post fue escrito meses atrás. Ahora mismo, estoy en proceso de dejarme crecer el cabello. Veamos hasta dónde aguanto.