viernes, 9 de febrero de 2018

Aquí no viven gordos


El sonido del chisme vespertino invade mi sueño.
-Esa señora ni sube las escaleras. Trabaja allí en la computadora todo el día y está muy gorda. Por aquí hacen ejercicio en las mañanas. Le voy a decir porque ¡imagínese!
Finjo que estoy dormida porque sé que mi esposo no lo está. También sé que ella, mi nueva casera, habla de mí con mis ahora vecinos, a quien nunca les he visto la cara. Pretendo que no escucho para no tener una conversación incómoda con mi pareja. Después de todo, ¿a quién le gusta ser el animal del circo de chismes de la vecindad?
Pero es inevitable. Estoy en un lugar pequeño en el que cada respiro se escucha en la habitación contigua. He escuchado a mis vecinos pelear, gemir de placer y cómo no, cagar. Estoy segura de que ellos también me han oído en las mismas.
Intento no molestarme; ver el lado positivo de la vida. Quizá mi casera realmente está preocupada. Es que tiene razón, estoy muy gorda.
Lo estoy desde que nací. En mis fotos de bebés salgo llena de rollitos, de esos que encantan tanto cuando apenas balbuceas, pero que se convierten en un problema cuando te conviertes en adolescente. "Eres gorda de nacimiento. Nunca vas a rebajar", me dijo una compañerita de clases cruel de turno. Aparentemente tenía razón porque a mis 30 años, peso más de 100 kilos y mido 1,63. Mi amor por los dulces y la afición de mi esposo de comer chatarra colaboran en la causa.
Intento no prestarle atención, más allá de lo obvio. Pretendo pasar desapercibida entre la gente (cosa difícil cuando eres tan redonda) y evito ciertos comentarios y chistes que pondrían en evidencia mi obesidad. A veces soy yo quien trae el tema al colación y me río al respecto: "soy puro tamaño, nada de fuerza", le decía a una vecina en estos días quien se echó a reír. La gorda graciosa es mejor que ser la gorda amargada. Misión cumplida.
Cuando finalmente finjo despertar, mi esposo me pregunta si he escuchado algo. "Nada, estaba dormida", miento. Él sale a cocinar y de inmediato es invadido por mi casera:
-Le iba a decir... su esposa está muy gordita. Aquí en la cancha hacen ejercicios todas la mañanas. No es bueno que esté así. Yo tengo más de sesenta y míreme lo delgada que soy.
Él regresa con el desayuno y ya no puedo mentir. Mi habitación queda justo frente a la cocina. No tengo salida.
Pero mi esposo decide ilustrarme mucho más. El día anterior estuvo hablando largo y tendido con la mujer en cuestión y ella le contó el aparente origen de su "gordofobia". Hace unos años, un hombre pasado de peso, que vivía alquilado en una casa vecina, murió de una infarto. El cadáver lo descubrieron varios días después. Como era de esperarse, la habitación apestaba y fue necesario transportar el cuerpo con todo y colchón. La pobre mujer quedó aterrorizada ante la idea de que algo así pudiera ocurrir en su casa.
-Aquí vivía una mujer que también trabajaba en casa. Nunca salía de esa habitación y estaba gorda. Respiré cuando se fue.
Se puede decir que entiendo su motivación, pero no deja de ser una patada en las pelotas que no tengo. Verán, en 30 años, ser gorda me ha valido muchos rechazos. Los chicos se cansaron de hacerlo una y otra vez, incluso cuando mi intención era solo una amistad. De hecho, mi apariencia también me valió la reprobación de la familia de un amigo, quien ese día decidió presentarme como su novia en una broma infantil. Aún recuerdo el "no, ella no", que pronunció una de sus tías tras mirarme de arriba a abajo con total asco. Qué decir de aquella pareja que, una vez finalizada la relación y en medio de un tumulto de insultos, me confesó que sus amigos siempre hablaban de mí y le preguntaban si no le daba asco acostarse conmigo.
Ser gorda también me valió burlas en mi primer día de pasantía en un periódico regional. Meses después, un compañero fotógrafo me lo confesó: "bueno... dijimos que eras muy gorda". Y aunque nunca me ha pasado (hasta ahora), mi peso probablemente me limite a obtener algún otro  trabajo porque buena presencia también significa estar delgada. Ni mencionemos a las tiendas de ropa que se han encargado de rechazarme desde que llegué a la veintena, lanzándome directo a la boutique de gorditas, donde la ropa siempre es la misma y cuesta más.
Pero, hasta ahora es la primera vez que una casera me rechaza por ser gorda. En mi ignorancia, pensé que en este tipo de relaciones, el pagar a tiempo era lo que importaba. Descubrí que, aparentemente, también debo tener la figura "perfecta" para poder alquilar un sitio, algo que es exclusivo para mi género, pues no solo mi esposo también tiene varios kilos demás, sino que me he topado con un vecino, quien anda barriga al aire por los pasillos. Ambos han pasado "lisos" ante la fobia de mi casera.
Ni modo. Justo cuando creía que solo debía huir de los amantes de Sascha Fitness y los gurús de Herbalife, desbloqueo un nuevo nivel. En esta residencia no se admiten gordos. ¡Qué empiecen las sentadillas!