Dos horas y no paró de reír. Todo le entusiasma, todo le parece magnífico, excelente, divertido y si le asomas un episodio doloroso, también suplica entre risas que no le preguntes porque no quiere ponerse triste.
-¿Qué te hace sentir mal?
-Me entristece que me mientan. Me molesto y me llevo todo por delante.
Sus ojos verdes se vuelven grises. La figura de su padre pasea por su mente y le cambia el gesto por segundos. Después vuelve a reír.
Javier Varela es un niño; uno de 33 años con una discapacidad al igual que el diez por ciento de la población venezolana, según un censo realizado por la Organización Panamericana de Salud.
Él no sabe de números o diferencias. Conoce de agua, de nado y del brillo de las medallas que acumula desde hace ocho años. La última la recibió en las Olimpiadas Especiales de Grecia y ahora entrena cada fin de semana para obtener una buena posición en las próximas competiciones.
Una vez baja del podio de premiación, Javier es uno más; un ser ordinario que trabaja de lunes a viernes en un lugar de comida rápida en Altamira, Caracas. Cada mañana se impregna de un oloroso perfume que invade a quien se le acerque y después de limpiar mesas y atender al público, camina directo hacia Bello Monte, donde vive.
La vida en el agua
Aprendió a nadar a los cinco años. Él mismo le pidió a su madre que lo llevara a clases. Allí, en el agua,
Javier llega al punto máximo de su felicidad, aún más que cuando escucha reggae o va al cine y fiestas.
El atleta es el mayor de dos hijos, el hombre de una casa llena de mujeres. De su padre no quiere hablar. Revela que es un hombre español y está orgulloso de su sangre andaluza.
-¿Prefieres a La Vinotinto a La Roja?
-¡A La Vinotinto siempre!
Ese amor por lo propio lo hace sentirse sumamente feliz cuando recuerda cómo se ganó el oro en Atenas, nadando en estilo “espalda”.
Originalmente fue electo vocero de las Olimpiadas Especiales Venezuela en 2009. Los profesores del grupo votaron por él y le dieron el puesto. Se lanzó a la aventura de Grecia junto a otros 86 competidores venezolanos. Aunque su familia no estuvo a su lado, les dedicó todos los logros.
-Estaba nervioso, estaba feliz cuando recibí la medalla. El recibimiento en el aeropuerto fue grande. Todo el mundo estaba allí.
En el trabajo fue igual. En el restaurante acogieron a Javier con una gran fiesta.
-Vinieron todos los gerentes y fue divertido. Me dieron un día libre para descansar.
Camarero con aspiraciones
Dice que le encanta comprar ropa, cosa extraña en el cliché masculino. Pasa que una cadena de ropa deportiva se enteró de su trabajo y decidió patrocinarlo. A las tiendas va a buscar bermudas y zapatos, sus prendas favoritas.
Esa misma plataforma le da la oportunidad de aconsejar a las personas que lo toman como un ejemplo. Así protagoniza campañas contra las drogas y para fomentar el deporte. Son cápsulas pequeñas que lo hacen muy dichoso al sentir que colabora con una sociedad en la que se siente incluido y que “está llena de vicios”.
Cualquiera podría pensar que Javier se dedicaría a las relaciones públicas o a actividades más relajadas. Él prefiere los regaños de sus exigentes jefes en un local de comida rápida al que dedica cuatro horas diarias. Entró a trabajar allí hace ocho años, los mismo que tiene nadando profesionalmente.
-¿Antes qué hacías?
-Trabajaba en El Hatillo, en una granja de contacto. Cuidada a los animales, les daba de comer y atendía al público. Era más divertido, pero me quedaba lejos.
El restaurante le queda a pocas cuadras de casa y el trato con el público le fascina. Disfruta también conversar con sus compañeros y entrenar a quienes vayan llegando.
-¿Cuándo te irás de aquí?
-Nunca. Me encanta trabajar en este lugar. Esta es mi familia. Lo que quiero es trabajar como gerente de esta tienda.
Buena gente ante todo
Javier no pasa desapercibido. Dice que es porque todo el mundo lo conoce, porque salió tanto en los periódicos, que todos saben quién es.
-Hola, soy Javier y me gané una medalla de oro en los Atenas – dice el hombre blanco y bajito a quien se le cruce en el restaurante.
La mayoría de las personas le responde con una amabilidad; el resto lo ignora y sigue adelante. Su rostro cambia unos segundos, se queja de la mala educación y regresa a su tranquilidad natural cuando se cruza con un nuevo visitante.
Algunos curiosos sacan sus teléfonos inteligentes, lo rastrean por Internet y al notar que su introducción es cierta, hablan un poco más con él.
Le gusta la atención, pero le da vergüenza afirmarlo; enumera los periódicos y televisoras donde ha salido y recuerda que la pregunta que más odia es sobre su situación sentimental.
-Estoy solo porque no ha llegado nadie. Estoy bien así.
A sus compañeros de trabajo les hace notar que lo están entrevistando “otra vez”. Saluda a alguien y cuando le responden, dice “no me dejan en paz” entre carcajadas.
-Javier, ¿crees que eres famoso?
-No. La gente me saluda mucho porque soy buena persona. Por eso me quieren.