viernes, 17 de mayo de 2013

Frustración matemática

En el colegio siempre fui buena estudiante. Para ser sincera, siempre fui la galla del salón. Mis piernas blanco pálido fosforecente me avergonzaban, así que llevaba la falda hasta las rodillas y la acompañaba con unos lentes y una necesidad terrible por alzar la mano cada vez que el profesor preguntaba algo.
Cuando por fin me cambié a un colegio en el que usaban pantalón, pensé que podría cambiar mi destino, pero el poco conocimiento de Castellano de mis compañeros me delató.
-¿Qué es una metáfora? - Alcé la mano
-¿Qué es un epíteto? -  Miré a los lados. Nadie. Otra vez yo.
-¿Qué es el símil? - Sí... otra vez yo.
Eventualmente, los profesores empezaron a entregarme mis boletas sin necesidad que fuera mi madre al colegio y ella ni las pedía, porque sabía que tenía buenas notas.
Nada es perfecto. Mi inmaculado historial era golpeado en mis dos marías: Deportes y Matemáticas. Deportes porque desde cuarto a noveno grado no vi otra cosa que "cómo jugar kikingball" y empecé a ser remotamente decente en el último partido de mi vida.
-Aprovecha tu cuerpo. Patea con fuerza.
Nada. Eso de que te llamen gorda no sirve para ganar juegos y con una serie de fouls, mis compañeras de clases sabían que lo mío era un out seguro. Cuando me tocaba defender, el asunto no mejoraba.
-Ponte en tercera base.
Claro. La puta tercera base tenía otros dos problemas; el primero: que yo nunca agarraba las benditas pelotas en el aire y el segundo era la consecuencia, porque si no la atajabas, tenías que salir corriendo como un idiota a buscarlas, una oportunidad magnífica para que el otro equipo metiera cualquier cantidad de carreras.
Lo intenté con voleibol y me fue bien, pero cuando mi confianza y mi ego aumentaron, fui incapaz de pasar la pelota de la malla; un castigo divino por un pecado capital.
Lo único en lo que servía era basquet, pero detenido, léase, hacer canastas frente al poste, porque el drible implica caminar y mover la mano; demasiado para mí.
Mi condición física tenía un consuelo: mis habilidades matemáticas. Aquí, a mis 26 años, he de confesar que nunca me aprendí las tablas de multiplicar y que dejé de entender las funciones, vectores y otros dilemas en octavo grado.
Culpo de ello a mi profesor de octavo, un tipo aburridísimo que daba tres horas de clases desde la 1:30
de la tarde, después de estar toda la mañana en el colegio y tras haber devorado el almuerzo a las carreras.
Sus clases se convirtieron en mi lugar favorito para fingir estar despierta y una vez que mi cerebro estaba en off, era incapaz de procesar la información.
Pasé octavo remotamente bien; en noveno obtuve una fila de dieces que me traumaron y en cuarto año pensé que me quedaría la materia.
En quinto año decidí que debía inaugurar una nueva etapa: año nuevo, vida nueva, matemática nueva y me propuse a retirarme de la etapa diversificada con una nota decente. La realidad me escupió con sarcasmo en la cara cuando mi profesora explicaba una ecuación. Entendía, de verdad entendía, no era difícil, pero un momento, ¿de dónde salió ese número?.
-Profe, disculpe. No entendí. ¿Cómo hizo eso? Allí, en la mitad.
En ese momento pagué todo el karma acumulado por todas las veces que lancé miradas de asco a mis compañeros que no comprendían algo. Sentí el ojo escrutador, el "cállate bruta, por favor" lleno de suficiencia por atreverme a preguntar algo que ellos tampoco habían entendido.
Mi profesora, una mujer con fama de tragar y escupir alumnos en cada clase, me miró de arriba a abajo como si estuviera ante la persona más ignorante del planeta. Puso cara de haber probado un limón sumamente ácido, alzó una ceja y me lo lanzó:
-¿Esto? Lara, eso matemática de octavo.
No me quedó otra opción que tragarme la frustración con un "ahh, okay... siga", esconder el rostro y con él, mis ganas de las notas perfectas. Así es la vida.

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