domingo, 13 de octubre de 2013

Once minutos en el cielo

Preguntarme si tenía miedo era igual que preguntarle a un borracho si está ebrio. Él se hace el fuerte, el infranqueable... ¿Miedo? ¿Qué es eso?  
La verdad es que “miedo” no resume mis manos frías, mis piernas temblorosas y mis monosílabos fluctuantes con frases en falsete. Estaba muerta de pánico y no había vuelta atrás. Por suerte, me llevé a Linoska, dueña de tantas de mis carcajadas para que aliviara la tensión de esa mañana en la que por fin me lanzaría en parapente.
-Si me pasa algo, vas a mi casa, limpias mi cuarto y botas todo lo que pueda hacer sentir mal a  mi mamá. Después le dices que me morí.
-¿Me dejas tu Iphone y tu laptop?
-¡Dale! Lo voy a escribir.
Hice un par de trazos en mi libreta y se la entregué a mi amiga. La hoja incluía un mensaje de amor eterno por el periodismo y la hora de “muerte”: 12:25 del mediodía.
Caminé a la base del punto de despegue del cerro El Toro, en Upata y me “enganché” a Mayk Tafech, mi guía y a quien le había confiado mi seguridad. Dos anillos de metal me ataron a él y a la aventura.
-Cuando te diga, corres lo más duro que puedas.
No le quité la vista al muchacho moreno y delgado quien frente a mí, me daba las instrucciones y se fijaba que mis correas estuvieran bien atadas. Detrás de mí sentía el movimiento del viento intenso que se colaba entre las velas naranjas, grises y blancas del parapente tipo tanden -para dos personas- de Mayk.
Primer soplido y la arena se hizo movediza. Segundo soplido y casi me caigo. Tercer soplido y sin darme cuenta, estaba en el aire.
-¡Bájame el zapato! - le dijo Mayk a nuestro ayudante. Había perdido el calzado izquierdo en el despegue. No se me ocurrió otra cosa que carcajearme en el eco de las nubes.

Vuelo no pagado
-¿Qué te pasó en el brazo?
Elias Tafech oculta los rasguños llenos de sangre seca en el antebrazo izquierdo.
-Me peleé con un gato – dice y cambia de tema.
Es un hombre alto y blanco. Tiene poco cabello y el que le queda en la parte baja de la cabeza, lo lleva al ras. Nació en un pueblito de El Líbano y una tarde vio cómo el piloto de un helicóptero planeaba en su patio. Quedó enamorado de los aviones.
-No le hables de eso que no para – me dice Nancy, su esposa desde hace 20 años quien este fin de semana lo acompaña.
Elías conoce la terminología de cada fenómeno; el porqué de cada aparato. Explica todo con vehemencia, con la pasión de quien ama el viento.
Sus amigos son otros disparatados por la adrenalina. Hace cinco años él empezó a acudir cada domingo al cerro El Toro junto con un grupo de hombres, ahora acompañados por su generación de relevo: sus hijos adolescentes.
Elías intenta que me relaje, que entienda que no va a pasarme nada malo en el vuelo y que, si se me ocurre echarme para atrás, nadie me llamará cobarde.
Yo soy una masoquista y empiezo a hablar con todos. Les pregunto si recuerdan algún momento tenso en el aire. Es cuando conozco la historia de Pablo. Me la cuenta Mayk, el hermano menor de Elías quien acude con más regularidad a El Toro.
-Se lanzaron en un tanden dos chamos. Pablo los ayudó y se quedó encajado.
El piloto no se dio cuenta, sino hasta mucho después. Maniobró cuanto pudo, Pablo abrazado a las piernas del joven al que volaban. Cuando pensó que no podía más, se encomendó a Dios, se soltó y dio un saltito con fuerza. El piloto había logrado descender.
-¿Y usted por qué no se atreve? - le pregunto a Nancy y me responde con un “algún día”.
-Yo estoy pendiente de Elías porque la otra vez no midió bien y se golpeó con unas ramas. Por eso tiene las marcas en el brazo.
Mis nervios se hicieron trizas con ambas historias, hasta que veo al propio Pablo bajarse de una camioneta. Ese día no nos lanzamos porque las condiciones del viento no eran favorables.
-Mira, le estaba contando a la muchacha de lo de tu accidente – le grita Mayk a Pablo, quien le replica con gracia:
-¿Accidente? Ese fue un vuelo que no pagué.

El viaje más peligroso
Quedé con Mayk de encontrarnos a las 8:00 de la mañana. Félix Marcano, un buen amigo y fotógrafo también me acompañaba. Llegamos al "aterrizadero", una superficie plana y sin árboles, donde también practican paintball. Allí  estaba Miguel Ángel Zárate junto a su padre Carlos y Omar Hanna, quienes nos cubrieron de historias, enseñanzas y recuerdos de sus mejores vuelos. Otros hombres se unieron con el transcurrir de las horas.
Esperamos, esperamos y esperamos. Finalmente, a eso de las 11:00 de la mañana llegó Ricardo, el dueño del Toyota 2F verde, un cacharro viejo y destartalado que nos llevaría a nuestro destino: el "despegadero" del cerro El Toro, a 240 metros de altura. Anteriormente los hombres subían a pie. La travesía podía llevarles dos horas con un equipo de treinta kilos a la espalda. Ahora pocos se atreven.
Me sugieren que vaya de copiloto, pero me niego. Les digo que quiero vivir la experiencia entera y ver qué ocurre en la parte trasera del camión. Me arrepiento después, cuando me enfrento al camino lleno de grietas y árboles a esquivar.
-Bajen la cabeza – gritan los hombres.
-Bajen la cabeza – se repite tres minutos después.
Los parapentistas han intentado mejorar las condiciones de la vía; pero de la alcaldía de Piar solo reciben negativas. No quieren que modifiquen la geografía del lugar.
-Agárrate bien – me señalan y yo me muevo de un lugar a otro, rogando no caerme. Por fin llegamos a “la tierra prometida”. Bajo con dificultad y Mayk me relaja.
-Subir en el camión es más peligroso que lanzarse. Ya pasó la peor parte.

Emoción al límite
El viento no está de nuestra parte y eso molesta al grupo. Dicen que es posible lanzarse, pero sería un viaje
corto.
-No tiene sentido lanzarse para aterrizar de repente.
-¿En serio? Yo le veo mucho sentido. Me suena perfecto – respondo.
Es que los muchachos tienen historiales de viajes de mínimo media hora y eso me inquieta. Cinco minutos en el aire es más que suficiente, pienso, porque me siento firme, pero sé que me voy a desvanecer.
Cuando estoy en el aire, mis emociones suben con los paisajes y caen cada vez que Mayk desciende un poco.
-Cuando te diga, sube las piernas lo más que puedas.
Yo me deleito con el viento y la frondosidad de los árboles vistos desde otra óptica, también escucho a Linoska que me lanza frases de apoyo y veo que caemos poco a poco.
-Alza las piernas – me ordena Mayk y yo lo hago, aunque solo un poco. Veo la cercanía de la tierra y escucho que me repite una y otra vez el mismo mandato. Tocamos tierra estrepitosamente.
-¡No te muevas! - me dice pero yo no puedo evitarlo. Hace tres años sufrí una fractura en el brazo derecho y pensé que ésta vez me había roto la pierna. Respiro, me calmo y muevo cada uno de los dedos de mis pies. Estoy perfecta.
Mayk me explica que no pusieron una veleta en el "aterrizadero" y no podía ver la dirección del viento, así que “caímos en negativo”. Se siente apenado, me limpia el pantalón y se fija que mis zapatos se rompieron con el impacto. Yo no reparo demasiado en eso. Si hay algo que me molesta, fue lo corto del viaje.
-¿Cuánto fue eso? ¿Cinco minutos?
-Once minutos – me replica tras ver el reloj del vuelo.
Allá arriba y con las emociones al borde, no se siente ni miedo y el tiempo se detiene. Es ver de frente al éxtasis; una sensación difícil de explicar.
Félix coincide conmigo en el viaje de regreso a casa. Se lanzó casi una hora después con otro piloto y su viaje fue aún más corto.
-Lo chimbo es que la cámara que usamos en el aire no funcionó. Sería divertido ver mi expresión - le digo.
-Eso te lo puedo decir yo. ¡Estabas cagada!

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