miércoles, 24 de abril de 2013

Mi novio gay

-Quisiera verte y que compartiéramos un rato.
La propuesta de C me dejó pensativa. Después de terminar nuestra cortísima relación en noveno grado, supe muy poco de él. Primero se fue a un liceo diferente al mío, luego se mudó a Caracas y empezó un curso de cocina. Ahora estaba en su elemento, su verdadera pasión: el arte.
Los años en la universidad lo habían cambiado y yo lo notaba en sus palabras. Hablar con C era conversar en un idioma diferente.  Él es de química, de cuerpo, de sentimiento, de pasiones y vida. Yo soy más directa, más de cinco wh, más de información concreta, más de periodismo.
Cuando supo que estaría en la capital unos días, me pidió que nos viéramos. Por diversas circunstancias lo pensé mucho. Finalmente accedí.
-Te voy a presentar a mi ex. No te asustes. Él es diferente. Excéntrico. Se pone piercings y se pinta el cabello de colores.
Mi amiga me acompañaría a la cita. Me quedaba en su casa e íbamos juntas para arriba y para abajo, por lo que no dudé en invitarla. Después de todo, no se trataba de nada romántico, sino un reencuentro de viejos amigos.
Llegamos al centro comercial y él ya nos esperaba. Mi amiga y yo dimos vueltas por la feria de la comida y nos topamos de frente con C. Nos abrazamos como nunca y nos vimos con cuidado, curiosos de cuán generosos los años habían sido con nosotros. 
Apenas nos sentamos, empezamos a conversar: de la vida, el futuro y sobre todo, del presente. Yo le comentaba qué había sido de mí y él me hablaba con gran pasión de sus gatos, su universidad y del amor de su vida. Cuando nos dio hambre, fuimos por una pizza.
-Yo pago.
C es un caballero y nos dejó elegir lo que queríamos comer. Se fue a hacer la fila de caja y mi amiga me soltó una que no me esperaba.
-Me aguanto con tu amigo.
Reí muy nerviosa, con una mirada de reproche. Pensé que se trataba de una broma, una muy mala porque no podía ser que ella no viera lo que yo veía.
Regresamos a la mesa con uno de esos aparatos que suenan cuando el pedido está listo y a mi compañera no se le ocurrió otra cosa que ahondar en la vida personal de C.
-Sí, pero háblame de tu esposa (...) Y ¿qué piensa tu esposa de (...)?
Él reveló sus continuas infidelidades y ella volvió a inquirir sobre cómo sobrellevaba una pareja de esa manera.
-En las relaciones homosexuales no existe la fidelidad.
No sé cómo aguanté la risa y no sé cómo ella pudo disimular su asombro. Cuando creí que ya habíamos aguantado suficiente, el artefacto de la comida hizo un escándalo y C se levantó a buscar el pedido. Se supone que lo acompañaría, pero las uñas de mi amiga se aferraron a mi antebrazo y con él, mi cuerpo a la silla. Una vez se alejó lo suficiente, vinieron las preguntas obvias.
-¿Tu amigo es gay?
Cuando estábamos juntos, C disfrutaba pintar y hacer manualidades, amaba  la cocina y a Britney Spears. Pero, en ese momento, la homosexualidad no era algo que rondaba en mi mente. No estaba tan avispada como ahora, que apenas dicen "hola", mi radar gay estalla (unas veces más acertadas que otras). Fuimos novios de "manita sudada", de besitos bajo una mata de mango y detrás de mi casa. Nunca pasamos a más y para mí era normal. Yo creía que éramos un par de chicos buenos y nada más.
A medida que fue pasando el tiempo y me mente se amplió a otros espectros, me surgió la duda. Veía sus fotos, recordaba sus maneras y concluía que era gay. Lo de ahora era otra cosa. Apenas lo vi, mis dudas se disiparon.
C pasó de "disimulado" a "un poquito más y me llaman loca". Cruzaba las piernas y se movía con gran floritura, además de tener un tonito de voz bastante característico.
-Obvio que es gay. ¿Cómo no te diste cuenta?
-No me lo imaginé.
Después de eso, la conversación se aligeró muchísimo. C nos dio el recorrido de nuestras vidas por Caracas, nos llevó a su universidad en el oeste de la ciudad, nos mostró el arte en el que trabajaba y cerramos la tarde en un bar de mala muerte, con una rocola y un gran mural de Carlos Gardel.
Desde entonces, nos hicimos muy buenos amigos. Si él viene a la ciudad, me escribe y nos vemos; si yo voy a Caracas, me quedo en su casa o por lo menos, paso un buen tiempito con él. 
La historia de cómo mi primer y único novio formal resultó ser gay, me ha servido de anécdota en reuniones grupales. La gente estalla en risas cuando exagero las señales de una obvia homosexualidad. Claro, siempre hay alguien que lanza el dardo que roza entre lo incómodo y lo gracioso:
-Así de mala serías que se volvió gay.

Mala madre

-Yo no puedo participar en esas cosas. Me apego mucho a mis libros.
Si me dieran dinero por cada vez que he escuchado eso en los últimos dos meses, tendría una cuenta bancaria bastante abultada. La sola idea de intercambiar por siempre algún libro o de abandonarlo a la gracia de Dios, es insultante para quienes han sentido la dicha de elevarse a través de una buena prosa. 
Lo entiendo. Hasta hace poco, me costaba hasta prestar un libro. Pensaba que no lo cuidarían tanto como yo, que me los devolverían en malas condiciones y yo tendría que tragarme la rabia o estallar y perder alguna amistad. Fue tan así, que inventé cualquier tipo de excusas a Natyarith, mi mejor amiga, para no entregarle mis odiados libros de Crepúsculo. Cuando lo imaginaba, me convertía en la propia madre de malandro, consciente de que el muchachito era un delincuente, pero diciéndole a la prensa que era un buen hombre y no tenía problemas con nadie. 
Hace más de un año me enteré del trabajo de @Adoptaunlibro. La mecánica es sencilla: usted agarra un libro que quiera regalar y escribe lo siguiente: Este libro es parte del colectivo @Adoptaunlibro Puedes llevártelo y leerlo, pero recuerda al terminarlo volverlo a abandonar. Después lo deja en un lugar público. Tenga la seguridad de que alguien más lo tendrá en sus manos; no así que lo leerá.
La idea me pareció romántica, aunque el egoísmo pudo más. Me sentí como una especie de coleccionista de joyas o una suegra loca, que le hace la vida imposible a la "perra esa" por quitarle el amor de su hijito.
La vida es muy sabia y me llegó el momento de aprender a desprenderme de las letras. Fue el año pasado cuando empezaba a deshacerme de los recuerdos de una pseudo decepción amorosa y llegué a uno de los puntos claves: sacar de mi alrededor todo lo que me había regalado la otra persona. No era demasiado: una rosa de papel que me costó romper, una que otra notita con un "te odio" que después resultaron muy irónicas, una tarjeta de cumpleaños y con ella, lo más difícil; tres libros de Mónica Montañés, además de un cuarto que no alcancé a leer y cuyo nombre no recuerdo.
Romper una hoja no era muy complicado. Romper un libro... esas son palabras mayores. Pensé quemarlos, en una especie de escena de Jennifer López post break up con Ben Affleck, pero mi corazón de lectora me lo impedía. Tampoco quería tener esos recuerdos allí, hastiando mi mente, amargándome la existencia cada vez que abriera mi biblioteca. Decidí que lo mejor era dejarlos ir. Armé una dedicatoria donde resumía por qué hacía lo que hacía y los dejé abandonados en varios puntos de la ciudad.
Entendí que era una buena manera de dejar atrás algunas cosas. Comprendí además que mis metas han de trasladarme a otros horizontes y que, cuando eso ocurra, cargar con un montón de libros no es lo más inteligente (otra ironía).
Ingresé a Buscadores de Libros y en la primera actividad llevé dos textos para intercambiar: María de Jorge Isaacs -robado a una amiga- y La Sombra del Viento de Carlos Ruiz Zafón. Esa era la prueba de fuego. A Zafón lo leí con deleite en tres semanas, lo amé y me costó tomar la fuerza para entregarlo a alguien más. Finalmente, lo hice y me sentí dichosa cuando pensé en la historia maravillosa que creó el autor y la cantidad de frases célebres que contiene y que llenan el alma de esperanza y dicha.
Este año, para celebrar el Día del Libro, me uní a la iniciativa de @Adoptaunlibro. El primer obsequio fue mi tesoro, mi biblia, mi "así es que se debe escribir, carajo": Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez. Escribí la dedicatoria y lo metí en mi cartera, esperando el momento idóneo para entregarlo. Pensé dejarlo en el trabajo, pero me decanté por una zona exterior. 
Ayer tuve que ir a San Félix, al Centro Comercial Ikabarú para hacer unas fotos a una compañera de la
redacción. El fotógrafo bajó del carro y vi la oportunidad idónea. Me acerqué a un auto vecino y dejé mi libro en el parabrisas de un carro viejo. Desde una camioneta, un señor me veía con recelo. Pensaría que era un paquete bomba o algo así.
Lo que yo no esperaba era ver la mi travesura realizada. Leía ensimismada y cuando alcé la vista, llegó el dueño del carro: un  hombre de unos cuarenta años, regordete y calvo, con un uniforme gubernamental. Iba apurado, abrió la puerta y puso en marcha los motores. Pensé lo peor: mi pobre libro se quedaría en el parabrisas, como un insecto aplastado. 
Gracias a Dios, la cordura golpeó al conductor. Sacó parte de su cuerpo del carro, tomó el libro en sus manos y su expresión de sorpresa fue una cosa de otro mundo. Miró a los lados, como buscando respuesta; puso el libro en el asiento del copiloto, cerró la puerta y arrancó.
No sé si mi libro será leído, pero cumplí con mi parte: regalé literatura, el mejor obsequio que alguien podría recibir. Hoy entregaré Cumboto de Ramón Díaz Sánchez y el jueves El Caballero de la Armadura Oxidada.  Mi biblioteca de cuentos, esa con la que he soñado, la tendré cuando llegue el momento de encontrar mi nido verdadero. Ahora, Puerto Ordaz me huele a temporalidad y cuando me vaya, quiero dejar aquí todo el pasado: malo, bueno e incluso, literario.

martes, 23 de abril de 2013

El libro prohibido

-Cuando saqué el pajarito, y comencé que si: "pis, pis, pis...", entró el enano y también se puso a orinar. Orinaba en el bidet y se reía. Es algo raro, pero es verdad: cuando hay alguien extraño, no puedo orinar. Si por ejemplo conozco a una persona y me cae mal, no puedo orinar delante de ella. Cuando quiero probar si alguien es amigo mío, o no, lo invito a mear conmigo. Si el chorrito sale: bien, es amigo mío. Si me tranco a pesar de hacer mil pis, quiere decir que no es amigo mío.
Cuando leí ese fragmento es voz alta, mi hermana se escandalizó. Tendría yo uno siete años y ella nueve. El
libro era "Piedra de Mar" de Francisco Massianni, el primero que nutrió mi mente.
A mi madre tengo que agradecerle mil cosas, pero que me enseñara a leer -por accidente- es algo que nunca podré pagarle. Cuando estoy triste, cansada o deprimida, los libros recurren a mí para distraerme con una historia diferente, para darme un abrazo cálido, para darme un impulso a seguir adelante.
Mis primeras lecturas fueron cuentos infantiles. Cuando era niña, me encantaba romper el papel de los regalos de navidad, pero los juguetes pasaban al olvido muy pronto. Mi madre entendió que tenía una pasión diferente: la lectura. Ella y mis hermanas mayores me regalaron cuanto cuento se les pasó por el frente, y yo los devoraba tan rápido como podía, ansiosa de recibir uno nuevo. En aquellos tiempos, "La Caperucita Roja" se convirtió en mi historia favorita, tanto que el rojo fue mi color preferido por años.
También entendió mi madre que para animarme debía llevarme a una librería. Con cada mesada que me daba mi papá, yo rogaba que le llevaran a Las Paulinas, una tienda de textos eclesiásticos que creo que aún funciona en el Centro de Puerto Ordaz. Mi comprensión del Evangelio y las grandes historias bíblicas vienen de cuentos ilustrados que luego cambiaron a libros más grandes. "Con ojos de niño" fue mi favorito. Constaba de una compilación de fábulas bíblicas que devoré en pocos días. 
Leer se convirtió en una adicción y mi casa tenía un problema: no contaba con una biblioteca. Sí, habían Atlas, enciclopedias y diccionarios, pero no literatura que me animara. La casa de mi tía Carmen fue mi refugio cuando vi en su cuarto una pila de libros esperando por mí.
"Piedra de Mar" fue el primero que pedí prestado. No sé por qué lo elegí; me iré por la teoría de que los libros te eligen a ti, no tú a ellos. Recuerdo que lo traje a casa y me parecía enorme e interminable. La historia no la entendía demasiado, nunca capté el punto, lo que quería transmitir el autor.
Hablaba de Francisco, un chico joven enamorado de Carolina, de quien solo era amigo. Están en la playa con otro compañero: Marcos, "el enano", un personaje fastidioso, creído y metiche que también le tenía ganas a la chica. 
-Mami, Lilihana está leyendo groserías.
Mi madre me arrebató el libro de las manos y se escandalizó cuando leyó ese y otros párrafos de expresiones "altisonantes". No estaba permitido que su hija menor leyera que un personaje se echaba talco en las bolas, por ejemplo.
Lo escondió y no vi "Piedra de Mar" por un buen tiempo. Intenté leer otras cosas, pero mi mente no pasó de la primera página de "El Exorcista", más cuando mi tía se negaba a dejarme llevara el libro a casa, dado que no había devuelto el otro.
Un día me reencontré con Massianni. Su obra estaba "oculta" entre un montón de sábanas. Miré a los lados, me lo metí debajo de la camisa y salí corriendo, como haría un ladronzuelo. Subí a la parte alta de la litera de mi cuarto y allí, sintiéndome la peor de las delincuentes, terminé la historia. Era lo que me hacía falta para meterme en un nuevo universo.
Este es una "entrada" para agradecer, nuevamente a mi mami, por enseñarme a leer y por volverme una delincuente de libros. También a todos esos autores -la gran mayoría desconocidos- que me han deleitado con sus palabras, que me han hecho molestar, que me han dado sueño, que me han emocionado. Les he pagado con suspiros, lágrimas, indignación, esperanza, ímpetu, fuerza y horas sin dormir. 
Gracias, autores, por salvar mi vida cada día, aunque ella, traicionera como es, no sea suficiente para leerlos a todos.

¡Feliz día del libro!




domingo, 21 de abril de 2013

No se lo enseñes a nadie

Si Jaime Bayly es Joaquín Camino -el personaje principal de su novela, No se lo digas a Nadie- y el resto de los personajes están basados en gente que forma parte de su entorno, lo compadezco. En mi vida me había topado con personas tan radicales, tan definidas y tan exageradas.
El libro es la primera obra literaria del presentador peruano y llegó a mis manos por consumismo. Mi amor por Bayly inició cuando era pequeña y veía su programa, El Francotirador. El conductor era incisivo, directo, sarcástico, mordaz, diferente y esas características me dejaban con ganas de más. Cuando vi la portada morada en el área de "ofertas" no lo pensé dos veces para llevármelo junto a otra obra suya que tengo en la cola de "por leer".
El enamoramiento por Jaime se me disipó en cada página. En su última edición, Bayly incluye un prólogo donde explica las peripecias para publicar un libro que amigos y familiares intentaron detener, pero que gracias a Mario Vargas Llosa vio la luz y logró al internacionalización.
El autor confiesa que actualmente no escribiría el libro, pero que en aquel momento, no pudo evitar hacerlo. Iba contra la sociedad "pacata" de Perú; demasiado religiosa y envuelta en una estela de moralismos exagerados y mal logrados.
Jaime lo demuestra en cada uno de sus personajes que en lugar de defensores de las buenas costumbres, parecen un grupo de indeseables. Tenemos a una madre extremadamente fanática del Opus Dei, un padre exageradamente machista y grotesco, un amante bisexual que engaña a su novia haciéndole creer que es un muy macho y otras aventuras amorosas que denigran su condición homosexual; además de un intento de novia con las que se desarrollan escenas inverosímiles, al menos que se trate de alguien con graves problemas mentales.
Joaquín convive con todos ellos. Pasa de ser un niño ingenuo a una especie de "enclosetado" (mientras vive en Perú) que incluso se atreve a acompañar a sus amigos a golpear transexuales en una noche donde la cocaína subió demasiado a la cabeza.
Dudo muchísimo que Bayly intentara reivindicar la condición de los homosexuales en una sociedad rígida como la latinoamericana. Si fue así, falló de largo. Porque sí, nadie está libre de cometer errores, pero Joaquín vive en un mundo de drogas, mentiras, traiciones y severa promiscuidad que poco ayudan a la tolerancia de quien lee. Más bien, tiene más de 400 páginas llenas de clichés y señalamientos que no sopesan un final victimizado de "nadie me entiende".
Sobre la estructura, el libro arranca con dificultad para meterse en un nudo de cursilería, con un final lleno de un discurso más sencillo. Asumo que la obra logró el éxito comercial gracias al morbo de la vida de un homosexual, además famoso porque del resto, no le encuentro sentido.
A Bayly le he leído mejores. De él amo "El Huracán lleva tu Nombre", también de temática gay aunque mucho mejor logrado.
Quizá este libro llegó a mis manos en mal momento. Estoy segura que no era ahora cuando debía leerlo. Seré demasiado "pacata" en no ver la magia que otros han visto en sus letras. Optaré por seguir deleitándome con su programa y por ahora, dejaré su otro libro en la pila. Después de esto, no me entusiasma nada.  

viernes, 19 de abril de 2013

Poker face

-Hola...
El saludo fue poco efusivo. Era más bien una pregunta, un anzuelo para ver qué hay aquí y qué se puede pescar.
-¡Hola!
-¿Estás bien?
-Si vale, ¿por qué?
-Es que te ves así como... como molesta.
Tu percepción me dejó fría, Andrehana. ¿Molesta? ¿De verdad?
Bien que el día anterior salí a las diez de la mañana a Santa Elena de Uairén para cubrir las elecciones presidenciales, que llegué a la posada en plena noche y que casi no pude dormir. Bien que me levanté en la madrugada por un pollito fastidioso, que me costó entender el mecanismo del agua caliente y primero me morí con la gelidez y luego con el calor intenso. Bien que los del Plan República se pusieron ridículos y no querían que hiciéramos fotos porque entorpecíamos el proceso electoral y que, cuando emprendía las ocho horas de regreso a casa, se me ocurrió ponerme a leer en plenas curvas y le tuve que decir al conductor que parara porque necesitaba ver mi desayuno... 
Bien que me morí de la vergüenza, que el olor al vómito me fastidiaba, que nos tuvimos que parar en el pueblo a donde van los que tienen un karma enorme (Las Claritas) y que en los abastos había agua, pero no un chicle de menta. 
Te cuento que cuando por fin conseguí el bendito dulce y me refresqué el aliento, me sentí llena de energía, compré una caja de Garotos y a penas entré a la redacción, la repartí entre mis compañeros, listísima para tener mi orgasmo de letras. Molesta no estaba. Para nada. Estaba contenta y mucho.
Te confieso, querida Andrehana (y quien se tome la molestia de detenerse por aquí) que sufro de una enfermedad congénita y aún no descubierta por los científicos llamada "cara de orto", como diría el argentino Farhid (¡besos para ti!). Y sí, es congénita, porque mis papás también padecen la misma calamidad.
-¿Por qué tu papá está bravo?
-Mi papá no está bravo.
-Se ve arrechísimo.
La epidemia también contagió a mi mamá. Mis compañeros del colegio nunca comprendieron el por qué de su expresión en cada entrega de boleta, si yo tenía buenas notas.
-¿Por qué tu mamá siempre está molesta?
-No está molesta...
-No te creo.
Te revelo, Andrehana, que la epidemia se ha manifestado en mí con otros síntomas molestos; el más evidente: el humor negro. Que no te quede duda que eso fue lo que viste cuando me conociste, cuando pensaste (como todo el mundo) que yo era insoportable (tampoco es que sea mentira).
Hasta hace muy poco, eso era algo que me traumaba. Me costaba muchísimo estar en grupos de amigos ya constituídos y relacionarme con el resto de las personas. De hecho, me autobauticé como "la comunicadora que no se comunica". 
Es que si padeces de "cara de orto" y eres tímida, no hablas en las reuniones y te tildan de odiosa, y si te sientes en confianza y lanzas un comentario sarcástico, entonces eres inmamable. Pero nada, es algo con lo que tengo que vivir, porque aún no hay cura conocida para la "cara de orto" (mis papás van para 60 años y nanaís paloma que se arreglan).
Debe ser por eso, querida Andrehana, que disfruto tanto estar con Armando y le digo que lo quiero todo el tiempo. Es de los pocos que tiene el antídoto temporal a la enfermedad aunque el efecto secundario de la medicina es "risitis escandalositis". Soy una mujer de extremos, ¿qué te puedo decir?.
Pero debes saber, amiga, que prefiero mil veces que me digan que tengo "cara de orto" y no de "cara de te ves patética, mijitica", tipo el viernes pasado, cuando Xavier, mi cuñado, me llevó la escasa autoestima que me estoy formando directo al piso, cuando se metió en una conversación que yo mantenía con mi hermana.
-¿Estás trabajando mucho? Te ves súper cansada. - me preguntó ella.
-Bueno sí, no he tenido descanso. Vengo de un viaje a Caracas.
-Yo no la veo cansada. Ella siempre se ve así.
Xavier se llevó el premio. Conoció mi verdadera cara de "te puedes quemar en el infierno ya mismo". ¿Sabes lo curioso, Andrehana? Le sonreí.

Dedicado a Andrehana. Un regalo de cumpleaños atrasado.

miércoles, 17 de abril de 2013

Soy un error

Tener un nombre raro debe ser una molestia en el colegio. Tener un nombre común con una rareza da más trabajo que otra cosa. No suelo aclarar que me bautizaron con un error ortográfico -la ironía de un periodista- sino hasta que necesito un documento.
-Lilihana, con hache intercalada.
-¿Con hache?
-Sí, con hache. Ele i ele i hache a ene a. Lilihana.
A la mayoría de las personas parece no importarle. Supongo que el detalle es natural en el país de las "Yubirilexis".
-Uno tiene que saber de dónde viene su nombre, conocer su identidad, saber por qué nuestros papás nos llamaron como nos llamaron.
Cuando mi profesora de Educación Familiar y Ciudadana dijo eso, me pareció que tenía mucha lógica. Después de todo, había pasado once años sin saber el motivo de la bendita ache que compartía con mis hermanas: DayHana y LuzHana.
La investigación no debía ser difícil; tenía a las fuentes principales en casa.
Ese mismo mediodía le lancé la pregunta a mi madre en nuestras entrañables conversaciones después del almuerzo.
-Lo eligió tu papá - respondió
-¿Y no sabes por qué?
-No. Tu papá nunca me dejó elegir sus nombres. Él quería que combinara con el de tus hermanas, pero yo quería otro.
Estuve a punto de llamarme Ana Julia Lara Arévalo. Ana por la tradición y Julia por mi abuela. La ignorancia de la adolescencia me hizo agradecer que mi padre destruyó el sueño de mi mami, pero ahora que lo pienso, si llego a la vejez, ser llamada Doña Ana Julia trae cierto caché.
Aún con la duda, recurrí a mi papá.
-Porque me dio la gana. Deja de preguntar.
Desde que recuerdo, el amoroso de mi padre siempre tuvo problemas con mis continuos por qués a todo y ante esa respuesta, preferí no insistir.
Regresé al colegio derrotada, sin saber por qué la hache estorbaba en mi nombre, situación que empeoró al revisar mi partida de nacimiento y descubrir el Karina -mi segundo nombre- también tenía una hache entrometida.
-Ka hache a ere i ene a.
-LiliJaaana KaJaaarina, ¿no? 
Con el tiempo aprendí a soltar la respuesta más escueta a algo que no podía explicar.
-La hache es muda.
Si lo dices con cara de perro, se acabó el asunto. No más preguntas.
Lo que sí debo "agradecer" es que a los 18, los recuerdos saltaron en la memoria de mi madre. Ella cocinaba y mi nueva cuñada cuestionaba los nombres raros:
-A ti te pusieron Karina (Kharina) por la cantante, que era muy famosa cuando naciste.
Vino un silencio sepulcral y luego las risas. Eran de mi cuñada, por su puesto, porque a mí no me hacía nada de gracia recibir el nombre de la de "quiero unos zapatos de tacón alto, quiero ser tan alta como túúúú". Aunque intenté mantener el secreto, mi hermanita política se encargaba de sacarlo en cada reunión familiar. Cuando se casó con mi hermano, supe que la burla no acabaría y era momento de reconciliarme con lo que era. Me escuché la discografía entera de Karina, recordé que mi hermana mayor la adoraba y le tomé cierto cariño. Pasé a contar la anécdota con emoción.
-Sí, Kharina. ¡Como la cantante! 
-Pero ella no tiene hache.
Cuando me refutan, hago una pequeña pausa, preparo el gesto y lo suelto.
-La hache es muda.

Dedicado a mi otra hermana, Adriana, que se salvó de la hache, no así de un segundo nombre terrible. También para Ángel, la niña de las flores y todas las víctimas de la creatividad paterna.

martes, 16 de abril de 2013

Capriles no debe ser presidente

Veo caras largas a mi alrededor. Rostros desgastados y cuerpos preparados para una batalla de palabras. Un mínimo comentario los increpa, los enciende y acaba en una frase poco inteligente, de odio y desprecio por no pensar igual.
Las dos últimas elecciones presidenciales ha sido así. Cuando Tibisay Lucena proclamó ganador a Chávez el 7 de Octubre de 2012 estaba en el periódico. Sentí un pequeño frío en las piernas, me levanté y salí a ver la celebración de mis adversarios. 
Jorge, el compañero de farándula, fue enviado a cubrir el calor de la calle. Él, opositor hasta la médula, estaba indignado. Sus ojos se convirtieron en flamas que quemaban todo a su alrededor. Iba pausado, pero inquieto al mismo tiempo. Su lenguaje corporal era de indignación y creció cuando frente a nosotros pasó la primera caravana chavista hacia Alta Vista.
-¡MARGINALES!
No pudo resistirse. Las palabras estallaron en su garganta en un grito de envidia por ser ellos los que celebraban y de dolor por el país. Un día después anunció que se iría del país. En febrero cumplió con su palabra.
Siempre tuve claro que ese sería el resultado. Capriles no era (ni es) santo de mi devoción y su campaña, si bien hizo temblar la maquinaria chavista, no había logrado golpear las bases de un pueblo agradecido por educación, dinero, comida y salud. (Y son comentarios como estos los que me ganan el título de chavista...)
Con esta votación, mi análisis era diferente, pero el resultado igual. Chávez, el magnánimo, el héroe de los pobres, socialistas e izquierdistas, se fue a Cuba sabiendo que le quedaba poco tiempo de vida y que los 14 años de revolución debían continuar. Aún no comprendo por qué, pero Maduro se ganó ese gran regalo. Un "toma "hijo, he aquí lo que he construido a punta de trabajo duro". Fue el heredero de una gran fortuna con la misión de no despilfarrarla. En pocos días demostró que el cargo le quedaba grande.
Siempre creí que Nicolás no tenía ni que asomar el rostro en la campaña. La figura de Chávez le era suficiente para ir a calentar la silla presidencial. Él decidió hablar y esa fue su perdición. Cada vez que lo veía en un estado diferente (y no, Margarita no es un estado), iba en picada. El bailecito de Nicolás, el cuento del pajarito, la silbadera, las constantes equivocaciones... Día a día, Nicolás fue perdiendo la simpatía de los seguidores de Chávez. 
Fue víctima de intentar imitar a su antecesor con discursos larguísimos que requieren una mochila de cuentos y conocimientos que él no tiene (o no los demuestra). Perdió, además, por confrontar cada palabra de Capriles, cuando el gran Chávez era tan inteligente que respondía a la oposición días después, cuando se acordaba, cuando le daba la gana, si es que le daba la gana.
Comprobé mi análisis con Armando, mi cuñado. Él, mega chavista desde siempre, iba a las concentraciones del Comandante feliz. Regresaba a casa agotado, pero con una emoción desbordante.
-¿Qué te parece Maduro? - le pregunté.
-La verdad no me gusta... pero hay que votar por él. Por Capriles, ni loco.
He allí la gran verdad. Nicolás perdía popularidad, no así el voto chavista, aunque algunos de ellos se lo pensarían más, tal como ocurrió. Ahora leo en twitter amigos oficialistas que tildan de traidores a quienes no votaron, o a esas 700 mil personas que sumaron votos a Capriles y que seguramente vengan de la tolda roja.
Yo no creo en fraude electoral. Las máquinas han sido auditadas y el sistema de votación avalado por organismos internacionales. Sí, Tiby es una cosa seria y sale en cadenas con el brazalete del 4 de febrero, pero no, no creo que los números se amañen. La mayoría de mis amigos opositores, parten de que "El Flaco" no cantó fraude antes y ahora sí y que debe tener pruebas. A mí el conteo de votos me tiene sin cuidado.
Me importa muy poco porque Capriles no debe ser presidente. No en este momento. Le entregarían un país con todos los poderes públicos en contra y en un debacle económico que se nota en los anaqueles vacíos. Sería el Presidente en un país sin producción, sin dinero, quebrado y con ese reto, llegarán medidas económicas fuertes. Será el momento para que los rojos griten PAQUETAZO. Saldrían a la calle, la violencia arrasaría y Henrique tendría que dejar la presidencia por la puerta trasera. El chavismo ascendería nuevamente ante las alabanzas del pueblo y cualquier decisión que tome será entendida porque "el opositor nos dejó en ruinas".
¡Qué bien que proclamen a Nicolás presidente! Este país me ha demostrado que las calles se encienden temporalmente, que los estudiantes salen a la calle a pintarse la cara de blanco sin mayor trascendencia. Veo violencia, pero no un estallido social. Veo que se resignarán, regresarán a sus casas y se quejarán desde Twitter. Prefiero que el país le explote al nuevo presidente en las manos para acabar con estos 14 años de gobierno. Aunque claro, hay que considerar otra variable: la volubilidad del discurso del primer mandatario. 
Ahora, lo que viene no será sencillo. Como dicen por allí: hay que ponerse las alpargatas, que lo que viene es joropo. Se acercan tiempo difíciles, aún más difíciles, pero como dije en estos días, es la tesis de un posgrado en venezolanismo que nos mantiene en vilo, nos hace acabar con las uñas y atragantarnos de café. Aunque las ojeras enmarquen el rostro, cuando se escuche el APROBADO la felicidad inundará el cuerpo, la sonrisa iluminará y llegará el momento de dormir. Venezuela todavía aguanta un poquito. Nosotros también.

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08 de Mayo de 2013

Cuando lo publiqué no esperaba otra cosa que críticas, lo normal. Al contrario de lo que pensaba, me escribieron de la revista SinCorbata, perteneciente a la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de los Andes de Colombia. Les gustó y me pidieron reproducirlo. Hoy me envían las fotografías. ¡Gracias! 

"Escuálida" acérrima

La política en mi vida ha ido por etapas. Siempre adversa al oficialismo, antes me desgarraba las venas hablando mal del gobierno hasta que dejé de ver Globovisión. El periodismo me ayudó a ser más comprensiva, a aceptar que Venezuela no era como yo la veía y que lejos de ser ignorantes, quienes apoyaban (y apoyan) a Chávez, tenían buenos motivos para hacerlo. Aún así, en mis 25 años, jamás me acerqué a una concentración política, salvo que fuera por trabajo.
Así como Venezuela es un fósforo a punto de encenderse, yo esperaba la mínima chispa para levantarme a ver qué sucedía en las calles. Cuando Lesly me dijo que quería ir a la concentración de la Cruz del Papa, no dudé en acercarme. 
Me vestí totalmente desprotegida del carnet del periódico, la libreta y el bolígrafo. En mis bolsillos solo llevaba un poco de dinero, un polvo compacto, las llaves de mi casa y el celular. Con dificultad llegamos al punto de encuentro, y pasé a mezclarme con la gente, a convertirme en una "escuálida" más, aguerrida, de calle, o mejor dicho, a "protagonizar" el hecho, con los ojos y el oído agudo para escribir.

Virgen a los 50
Alta Vista mutó. Este lunes no suena a neumáticos y el insulto de los conductores. La melodía no grata al oído proviene de las cacerolas, o mejor dicho, lo que sea cuyo golpe haga bastante ruido: ollas, platos de metal, tapas y torteras que tras la continua embestida ya no servirán para postres perfectos. Aún no oscurece, pero el cielo se ilumina con fuegos artificiales y la tierra con las consignas.
La mayoría de los que protestan son jóvenes. Guayacitanos que no pasan de los treinta años, que pintan sus rostros y gritan sin parar, sin escuchar a los miembros del Comando Simón Bolívar que intentan hablar en un camión con un sonido mal montado.
Cuando se lo comento a Lesly, una señora me enfrenta.
-También estamos los no tan jóvenes, pero es por ustedes
No lo vi venir, probablemente por su baja estatura. Converso un rato con ella (pregunto, la verdad) y me entero que se llama Gloria y que vive en Villa Asia. El domingo estaba confiada que "El Flaco" ganaría, hasta que vio a Tibisay Lucena bajar las escaleras con una gran sonrisa. Sintió que su pulso disminuía.
-Allá sonaron las cacerolas hasta la madrugada. Todos estamos protestando este fraude. Nos robaron.
Desde las 2:00 de la tarde estaba en la calle con dos vecinas. Se montó en su carro y se unió a las caravanas que encontraba.
-Mi hija se graduó de medicina hace poco. Está en Alemania haciendo unos exámenes para estudiar por allá porque no puede ser que gente menos preparada que ella sea su jefe. Yo estoy en la calle por ella, porque el gobierno me arrebató a mi hija.
Gloria golpea su pequeña olla con el ímpetu que le da el amor por Venezuela y la ansiedad de lo inédito que comprendo cuando me despido. Ella me toma del brazo y me dice:
-Tengo 57 años y esta es la primera vez que salgo a la calle a protestar. Hubo fraude. Ya basta de tantos engaños.

El pésame
La teoría de los siete grados de separación se quedó pequeña en Guayana. Siempre he pensado que aquí todos nos conocemos, aunque sea por descarte. Si hay algún grado de separación ha de ser de 0,5 y la concentración caprilista lo comprueba.
Mientras recorres los entresijos, saludas a muchos con una particularidad: el abrazo y las miradas parecen esconder un "gracias por venir", un "mi más sentido pésame" y un "hay que seguir adelante". Para ese grupo, el domingo murió Venezuela (otra vez). Henrique representaba un futuro diferente y ahora se lo han arrebatado de las manos.
-Pero ¿tú crees que hubo fraude?
La pregunta se la hago a una ex-compañera de fuente, que estaba al lado del camión de Primero Justicia, siguiendo los guiños de un fotógrafo quien, cual titiritero, le pedía a la gente que gritara más fuerte y gesticulara más para la gráfica.
-Ay, chama... Si no hubo fraude, igual tenemos que salir a la calle. Es la única manera de acabar con esto.
Como ella, noto que a pesar de que los autos y las calles están rayadas con la palabra FRAUDE, algunos (como yo) tienen confianza plena en el CNE. Ahogando la voz en consignas archireconocidas por ellos (no por mí), porque ven este el momento idóneo para acabar con el legado de Chávez, aunque yo no dejo de pensar que esto terminará de otra manera. Seguramente me equivoco.

Quemar cauchos por la paz
-Gordo, ¡no me dejes sola!
-Te dije que se iba a poner feo, mi amor. Te dije que te quedaras en la casa.
-No gordo, no me dejes.
Barbie y Ken (como los bauticé) se abrazan frente a la fogata poco romántica. Desde el corazón de la concentración, los dirigentes de la oposición hablan de paz y cordura. A pocos metros, cerca del Palacio de Justicia, esos términos no existen.
El acceso a la calle fue cerrado con una línea de fuego, literalmente. Las caras de los jóvenes están tapadas con banderas y camisas, para que el humo no los ahogue. Primero quemaron basura y gaveras de cerveza frente a una Guardia Nacional inmóvil. Después llegaron con cauchos que al encenderse cubren Alta Vista con una humareda muy densa. El grupo se mueve como un rebaño. El líder tensa los hilos a su antojo. 
-¡Vamos a cerrar la calle! - grita y todos lo siguen.
La indignación los ha llevado a ese punto: al de la intolerancia. 
-Por allí y que viene la policía. Que vengan, que les vamos a caer encima.
Los ánimos templan ante cualquier información que llegue al teléfono.
-Y ya cerraron Globovisión.
-¡Qué cagada! Esta mierda no puede seguir así
Cada palabra, cada grito, cada consigna, impregna a las personas de una ferocidad mediana, que crece cuando llega la tanqueta. Entonces, quienes protestan abajo, suben para enfrentar a la fuerza. Entre el grupo, diviso a un viejo amigo, con algo en la mano que resultó ser una bandera.
-Mijo, ¡pensé que llevabas un bate!
-¡Ojalá! ¡Con la arrechera que le tengo a estos guardias provoca darles unos coñazos!
Van temerarios, tocan las cacerolas y vociferan lo que les venga  a la mente hasta que el conductor del vehículo militar sube la acera para sembrar más miedo y todos se alejan despavoridos. Cuando ven que no pasa nada más, vuelven a agruparse.
A las 8:00 de la noche ya dejo atrás la concentración. Camino por una Alta Vista diferente, llena de humo, hastío y fuerza. Suena mi teléfono y llega el mensaje que no esperaba.
-Pitiyanki, escuálida, quema caucho.
Es una amiga que me ha visto entre la gente y yo, con el olor a fuego y cenizas en mi ropa y mi cabello, no hago más que sonreír porque he cumplido mi misión. Más que "escuálida", me siento periodista. 

Fotografías: Lesly Martínez @LeslyAdelayla

lunes, 8 de abril de 2013

Vendetta analítica


-Feliz 53 cumpleaños, doctor. Bienvenido al primer día de su muerte.
Si usted lee esa frase y es capaz de cerrar el libro, le sugiero que también cierre esta ventana. Probablemente carezca de imaginación, capacidad de asombro y atención. Pero si la línea lo ha dejado con ganas de más, entonces acérquese a la librería compre El Psicoanalista de John Katzenbach. Intuyo que no se arrepentirá.
Una venganza despiadada se entreteje alrededor de Frederick Starks. Él, psicoanalista de profesión, no deja lugar en su vida para otra cosa que no sea el trabajo. Es un hombre de rutinas, de costumbres. Aburrido, podría decirse. Comprenderá entonces su sorpresa al verse acosado.
-Pertenezco a un momento de su pasado. Usted arruinó mi vida. Y ahora estoy decido a arruinar la suya.
El victimario se hace llamar Rumpelstiltskin y conoce cada detalle de la escasamente protegida vida de Starks. Lo quiere muerto, pero no desea llenar sus manos de sangre. Prefiere jugar con la mente del analista e inducirlo al suicidio porque arruinar una vida es más sumamente sencillo cuando se tiene pleno conocimiento de la psique de la presa. El señor R (como lo llaman sus secuaces) también es "bondadoso" y reta a Starks. Si él logra descubrir su identidad, el ajedrez mortal lo dejará respirando.
Así transcurre la primera parte del libro, en una historia de cómo se derriban los muros de una persona de apariencia sólida; una falacia. Starks queda a la deriva, con una carrera en entredicho -lo acusan de violación a una paciente-, sin un centavo, sin casa, sin fondo de retiro, sin amigos -que en 53 años nunca cultivó- y solo. Completamente solo.
Con dificultad intenta sortear los entresijos del muy planificado placer del señor R, a medida que se da cuenta de no llevaba su existencia de la mejor manera. Acaba entonces en un risco, con una casa en llamas y con una idea clara: Frederick Starks debe morir. 
Tranquilo, lector, que no te he spoileado el final. Ahora es cuando restan aventuras en este thriller psicológico maravilloso, que me mantuvo adherida a las casi seiscientas páginas, con letra pequeña, por cinco días. 
Katzenbach ofrece un final trepidante, con muchas respuestas y algunas preguntas. Regala personajes secundarios muy cuidados, creadores de situaciones que te hacen dudar de lo que es verdad o si se trata de una teatro para seguir hiriendo al protagonista. Leí por allí que las últimas páginas estuvieron cantadas. A mí no me lo pareció, al contrario, el autor me dejó helada. Por algo es la novela más famosa del sumamente descriptivo Katzenbach, cuyos otros escritos han sido llevados al cine.

Frases favoritas:
Tememos que nos maten. Pero es mucho peor que nos destruyan.
Nadie pide disculpas realmente. Lo dicen, pero nunca es de verdad.
Las verdades son siempre inoportunas.
Un hombre sin pasado puede forjar cualquier futuro.
Su empeño era encontrar a alguien que cuidara de ella, pero siempre encontraba a la persona equivocada.
Hay muchas formas de matar a alguien.
Lo que era ya no es lo que soy. Y lo que soy no es aún lo que puedo ser.

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viernes, 5 de abril de 2013

Un diván politizado

Leer Sangre en el Diván de Ibéyise Pacheco nunca estuvo en mis planes. Aunque la investigación fue centro de decenas de conversaciones entre colegas periodistas, el caso nunca llamó demasiado mi atención. Creo que fue cosa del destino que cayera en mis manos aquella noche, como si alguien previniera lo que estaba por venir en mi futuro laboral. Cuando lo empecé a leer, no pude parar.
Esa impresión y adrenalina de devorar un libro se fue desvaneciendo a medida que recorría las páginas que narran la escabrosa muerte de Roxana Vargas, una jovencita con severos problemas en su psique que logró tumbar los muros de Edmundo Chirinos, el gran psiquiatra venezolano. La historia te adentra a una batalla entre una joven carente de autoestima y un ególatra con todas sus letras.
El primer capítulo del libro pone sobre la mesa lo que todos supimos por la prensa: Roxana fue paciente de Chirinos quien se aprovechó que estaba sedada para abusar sexualmente de ella. Cualquiera creería que el instinto de toda mujer es apartarse de este señor, pero Roxana no lo hizo. Al contrario, lo buscó y entabló una relación sexual (que de sentimental no tuvo nada) con el doctor. 
Según su madre, el motivo era la venganza. Según sus amigos; el amor. Yo considero que el daño emocional que tenía la obligaron a aferrarse con las uñas al único hombre que se había interesado en su cuerpo. Estaba demasiado minada y desvalorizada al verse al espejo con sobrepeso y notar cómo el hombre que quería (un amigo de su hermana) solo la miraba como una amiga.
Como toda relación enfermiza (y entre enfermos), culminó mal. Amenazas por parte de ella de revelar los secretos de Chirinos (no era ella la primera paciente violada, además de otros detalle), desencadenaron su asesinato en el que su cadáver contó la historia, así como las pruebas gráficas (un blog y una libreta de historias) donde describía lo que pasaba.
La investigación es tan densa, que el segundo capítulo (una historia de vida de Chirinos), se vuelve eterna. Claro nos queda desde la primera página que la autora cree que este hombre es culpable y que le tiene cierto grado de repulsión, lo que imprime en cada letra hacia él y mientras lo escuchas hablar (o lees cómo se mira a sí mismo), caes en la provocación de entrar en la páginas, tenerlo frente a frente y golpearlo.
Si bien es cierto que cada una de sus palabras demuestran que el doctor vive en un mundo que, según piensa, gira gracias a él, ciertas confesiones de su vida pueden ser fácilmente editadas. Sobraron.
Como lectora y periodista, podría haber pasado esto por alto, pero es la carga política del libro la que me molesta. Una y otra vez se repasa la posibilidad de que Chirinos fue psiquiatra de Chávez o de su ex esposa, que si bien fue fundamental para el centimetraje en la prensa, Pacheco se afinca tanto en ello que distorsiona la naturaleza de la investigación (o revela la verdadera, dependiendo del cristal con que se mire). 
El libro reproduce, por ejemplo, comentarios del blog de Roxana, escritos tras su muerte, donde se habla de Chávez, su supuesta locura y cómo ha influido Chirinos en ello. En un tris, un caso de noticia roja se convierte en un tema político, que en el fondo, tiene muy poca relevancia (salvo la dada por la escritora). 
Aplaudo el tercer capítulo, el psicoanálisis de Chirinos realizado por tres expertos, pero a quien se le da más extensión es a una doctora, claramente indignada ante la falta de ética del doctor, que expone más sus sentimientos en lo que debería ser una ciencia.
Se nota que había prisa por escribir. En varios fragmentos, Pacheco deja de jugar y atrapar al lector, para lanzarle sus impresiones de golpe, sin anestesia, sin el cariño que necesita un texto para enamorar a quien lo lea.
Hoy Chirinos está en su casa. Recibió una medida cautelar de libertad: casa por cárcel, por su avanzada edad y algunos problemas de salud. Ibéyise tiene un nuevo boom literario: El Grito Ignorado que versa sobre la muerte y tortura de un niño en Guanare. Probablemente lo lea si es que vuelve a llegar a mis manos por casualidad.
A Pacheco, Bravo por la investigación. Fue una oportuna clase de periodismo. Del resto, mi inconformidad ya la he revelado.

miércoles, 3 de abril de 2013

Destino: Indonesia

Según la creencia popular, el sancocho sabe mejor si la gallina con la que se prepara, es robada en noche de luna llena. Yo me hice
mi propia versión del dicho con Comer, Rezar y Amar de Elizabeth Gilberth, cuando en una visita a casa de Agnell, lo encontré en la mesa, apilado con otros textos y aún con el papel plástico acariciando las hojas. Sin dudarlo, lo metí en mi cartera. -Ojo, ¡le avisé!-
Comer, Rezar y Amar me llenó de satisfacciones y desdén por igual. Página a página reconocía en Elizabeth a mujeres que dejé en el pasado y algunas otras que aún me acompañan. Finalmente, abrí los ojos de par en par cuando me descubrí a mí misma mirándome en el espejo de letras en el que se convirtió la vida de la reportera estadounidense.
Elizabeth tiene la vida perfecta. La de los cuentos. Está casada, vive en una buena residencia a las afueras de Nueva York y planea tener hijos. Es entonces cuando se empieza a resquebrajar su matrimonio cada vez que llega su periodo y ella suspira de tranquilidad. Una noche se da cuenta que no es feliz, llora, pide ayuda a Dios y aparentemente él le responde desde su interior.
Pasa de una historia de fantasía a la pesadilla del fracaso. Enfrenta una odisea de divorcio y corre a los brazos de otro hombre, buscando el amor que no tiene por ella misma. 
Melancólica, destruida y en un foso emocional, Elizabeth interpreta las señales de la vida y toma una decisión: pasar un año viajando. Primero a Italia, para aprender el idioma y deleitarse el estómago con la deliciosa comida, sin mitigar las carencias del cuerpo, pues se promete un tiempo de celibato. 
Una vez cumplida esta etapa, se dirige a India, a vivir en un ashram para encontrarse de verdad con la oración. El viaje finaliza en Indonesia, a donde llega casi por obra divina, con la promesa de Ketut -un sabio curandero que solo vio una vez- de que vivirían juntos un tiempo.
Pero el viaje de Elizabeth va más allá. Se trata de un descubrimiento y un autoanálisis profundo, en el que se reencuentra. 
La lectura tiene altibajos. Al ser una especie de diario y siendo la periodista que es, la autora suele explicar demasiado la naturaleza de su entorno, cuando lo que realmente engancha en la montaña rusa de vida que lleva.
No pude dejar de verme en India, quizás el capítulo más aburrido del libro, donde Liz revela su incapacidad de desdoblar su mente, donde su subconsciente le habla constantemente para reprenderla y hacerle bromas. Para pasar el rato tedioso, la autora nos presenta al mejor personaje de la historia: Richard, el texano; vaquero irreverente, sarcástico y lengua floja, que con cada frase golpea a Zampa (apodo que da a Elizabeth), para traerla de vuelta a la realidad.
En este punto de mi vida, ruego por llegar a Indonesia y creo que todos buscamos lo mismo. Estar donde el pasado es solo eso y la existencia se vuelve bendita y llena de paz.
Dicen por allí algunos críticos que Comer, Rezar y Amar es un libro para chicas y quizás tengan razón. Solo nosotras sabemos la cantidad de pensamientos y presiones que llevamos por dentro y lo difícil que pueden volverse ciertos días. Para nosotras: una historia calificada además como de autoayuda, que nos demuestra que hay una luz a final del túnel; solo hay que tener paciencia, paciencia y más paciencia y toneladas de amor propio. No en vano, el libro pasó 88 semanas en la lista de Best Sellers de no ficción del New York Times.
¡Attraversiamo, cara mia!

Citas memorables:
-Tener un hijo es como hacerse un tatuaje en la cara. Antes de hacerlo tienes que tenerlo muy claro.
-Cuando te pierdes en un bosque, a veces tardas un rato en darte cuenta de que te has perdido.
-Los sentimientos son esclavos de los pensamientos y uno es esclavo de sus sentimientos.
-El único lugar donde la mente puede hallar la paz es en el silencio del corazón.
-Entenderás que, estando de duelo y teniendo roto el corazón, estás en el mejor sitio posible para cambiar tu vida.
-Tan malo como el tabaco para los pulmones es el rencor para el alma; una sola bocanada ya es nociva.
-La felicidad es consecuencia de un esfuerzo personal. Luchas por conseguirla, te la trabajas, insistes en encontrarla.
-Es una buena señal que te rompan el corazón. Quiere decir que has hecho un esfuerzo.

La magia del color

Cuando tenía once años, me hice un agujerito extra en el oreja. Cuando llegué a casa, a nadie parecía molestarle. La semana siguiente decidí abrirme otro huequito en la parte de arriba de la izquierda. El efecto no fue el mismo.
No tendría ni 24 horas de haber desvirgado mi oreja, cuando ya me obligaban a quitarme el arete nuevo. Según mi madre, parecía una malandra.
Ella, Doña Luz, es una mujer muy correcta. Se casó a los 21 años y abandonó los estudios de enfermería para cuidar a su esposo y al cambote de hijos que tuvieron. Al perder la posibilidad de obtener un título, su norte siempre fue que sus hijos estudiaran. Cualquier cosa que se interpusiera en el camino, estorbaba. Un zarcillo, por ejemplo, podría ser muestra de rebeldía y los efectos serían las amistades inadecuadas, aún más rebeldes.
Pintarse el cabello estaba fuera de lugar y la televisión se plagaba de personajes populares y atractivos por la diversidad de prismas en el cabello y eso estaba prohibido para mí.
El pseudo drama empeoró cuando cumplí 15 años y descubrí la primera (de muchísimas) canas. Aunque los pelitos blancos apenas se veían, yo me encargaba de que todos conocieran el signo de mi vejez prematura.
En la universidad no aguanté más. Tenía 20, no 40 y mi cabello debía ser oscuro. Con mi primer sueldo, fui directo a Farmatodo, al área de tintes y compré la primera coloración. Después jugué con cualquier cantidad de marrones, uno con el nombre más ridículo que el otro, hasta que por fin me decidí: era hora de pasar al rojo.
Rojo fantasía
Ese primero era mate. Normalito, podría decirse, aunque su efecto en mí fue inmediato. Una vez que juegas con ese color, no puedes parar y mi cabello era cada vez más intenso, más rojizo, más naranja, más... antinatural.
Finalmente llegó el día. Mi melena era demasiado larga y los dos tubos de tintes que había
comprado para esa sesión no me alcanzaban. Mi peluquera sugirió la locura: rojo fantasía, o lo que es igual, el rojo de La Sirenita. Ella tenía uno guardado.
Jugando recién pintado
A mí me encantó. Era el que siempre había querido llevar, pero no me atrevía a ponerme. Me pareció fantástico, divertido, diferente, rockero, y me dio mucha fuerza y confianza.
Una vez usas ese color, no temes a nada; puedes llevar lo que sea. Bajé el tono para mi próxima tintura, pero me hice una promesa para el 2013: hacer lo segundo que siempre había querido hacer y copiar el look de Skye Sweetnam.
Dada la premura, no pude usar fucsia. Es un color complicado, que debe ser preparado por un experto. Me decanté entonces, otra vez por el rojo fantasía y una base negrísima. Lo llevé durante cuatro meses y sé que a muchos no les gustó, pero a mí me parecía lo máximo. Mostraba mi locura, mi rebeldía, mis ganas de jugar y lo más importante: que el cabello es cabello y no puede conmigo.
Ahora llevo un morado bastante tenue que ha gustado mucho, pero que yo esperaba que fuera más intenso. Es el segundo de otros tres colores con los que espero jugar este año.
Es también la primera de las muchas locuras/tonterías que espero hacer este año. Después de mi cabello, no temo a nada. Son mis 25 y la juventud hay que disfrutarla.