-Yo no puedo participar en esas cosas. Me apego mucho a mis libros.
Si me dieran dinero por cada vez que he escuchado eso en los últimos dos meses, tendría una cuenta bancaria bastante abultada. La sola idea de intercambiar por siempre algún libro o de abandonarlo a la gracia de Dios, es insultante para quienes han sentido la dicha de elevarse a través de una buena prosa.
Lo entiendo. Hasta hace poco, me costaba hasta prestar un libro. Pensaba que no lo cuidarían tanto como yo, que me los devolverían en malas condiciones y yo tendría que tragarme la rabia o estallar y perder alguna amistad. Fue tan así, que inventé cualquier tipo de excusas a Natyarith, mi mejor amiga, para no entregarle mis odiados libros de Crepúsculo. Cuando lo imaginaba, me convertía en la propia madre de malandro, consciente de que el muchachito era un delincuente, pero diciéndole a la prensa que era un buen hombre y no tenía problemas con nadie.
Hace más de un año me enteré del trabajo de @Adoptaunlibro. La mecánica es sencilla: usted agarra un libro que quiera regalar y escribe lo siguiente: Este libro es parte del colectivo @Adoptaunlibro Puedes llevártelo y leerlo, pero recuerda al terminarlo volverlo a abandonar. Después lo deja en un lugar público. Tenga la seguridad de que alguien más lo tendrá en sus manos; no así que lo leerá.
La idea me pareció romántica, aunque el egoísmo pudo más. Me sentí como una especie de coleccionista de joyas o una suegra loca, que le hace la vida imposible a la "perra esa" por quitarle el amor de su hijito.
La vida es muy sabia y me llegó el momento de aprender a desprenderme de las letras. Fue el año pasado cuando empezaba a deshacerme de los recuerdos de una pseudo decepción amorosa y llegué a uno de los puntos claves: sacar de mi alrededor todo lo que me había regalado la otra persona. No era demasiado: una rosa de papel que me costó romper, una que otra notita con un "te odio" que después resultaron muy irónicas, una tarjeta de cumpleaños y con ella, lo más difícil; tres libros de Mónica Montañés, además de un cuarto que no alcancé a leer y cuyo nombre no recuerdo.
Romper una hoja no era muy complicado. Romper un libro... esas son palabras mayores. Pensé quemarlos, en una especie de escena de Jennifer López post break up con Ben Affleck, pero mi corazón de lectora me lo impedía. Tampoco quería tener esos recuerdos allí, hastiando mi mente, amargándome la existencia cada vez que abriera mi biblioteca. Decidí que lo mejor era dejarlos ir. Armé una dedicatoria donde resumía por qué hacía lo que hacía y los dejé abandonados en varios puntos de la ciudad.
Entendí que era una buena manera de dejar atrás algunas cosas. Comprendí además que mis metas han de trasladarme a otros horizontes y que, cuando eso ocurra, cargar con un montón de libros no es lo más inteligente (otra ironía).
Ingresé a Buscadores de Libros y en la primera actividad llevé dos textos para intercambiar: María de Jorge Isaacs -robado a una amiga- y La Sombra del Viento de Carlos Ruiz Zafón. Esa era la prueba de fuego. A Zafón lo leí con deleite en tres semanas, lo amé y me costó tomar la fuerza para entregarlo a alguien más. Finalmente, lo hice y me sentí dichosa cuando pensé en la historia maravillosa que creó el autor y la cantidad de frases célebres que contiene y que llenan el alma de esperanza y dicha.
Este año, para celebrar el Día del Libro, me uní a la iniciativa de @Adoptaunlibro. El primer obsequio fue mi tesoro, mi biblia, mi "así es que se debe escribir, carajo": Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez. Escribí la dedicatoria y lo metí en mi cartera, esperando el momento idóneo para entregarlo. Pensé dejarlo en el trabajo, pero me decanté por una zona exterior.
Ayer tuve que ir a San Félix, al Centro Comercial Ikabarú para hacer unas fotos a una compañera de la
redacción. El fotógrafo bajó del carro y vi la oportunidad idónea. Me acerqué a un auto vecino y dejé mi libro en el parabrisas de un carro viejo. Desde una camioneta, un señor me veía con recelo. Pensaría que era un paquete bomba o algo así.
Lo que yo no esperaba era ver la mi travesura realizada. Leía ensimismada y cuando alcé la vista, llegó el dueño del carro: un hombre de unos cuarenta años, regordete y calvo, con un uniforme gubernamental. Iba apurado, abrió la puerta y puso en marcha los motores. Pensé lo peor: mi pobre libro se quedaría en el parabrisas, como un insecto aplastado.
Gracias a Dios, la cordura golpeó al conductor. Sacó parte de su cuerpo del carro, tomó el libro en sus manos y su expresión de sorpresa fue una cosa de otro mundo. Miró a los lados, como buscando respuesta; puso el libro en el asiento del copiloto, cerró la puerta y arrancó.
No sé si mi libro será leído, pero cumplí con mi parte: regalé literatura, el mejor obsequio que alguien podría recibir. Hoy entregaré Cumboto de Ramón Díaz Sánchez y el jueves El Caballero de la Armadura Oxidada. Mi biblioteca de cuentos, esa con la que he soñado, la tendré cuando llegue el momento de encontrar mi nido verdadero. Ahora, Puerto Ordaz me huele a temporalidad y cuando me vaya, quiero dejar aquí todo el pasado: malo, bueno e incluso, literario.
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