Uno lo ve de lejitos y critica. "Otra vez una petición para el jueguito ese", lanza. Pide de todas las maneras posibles que no le manden solicitudes, pero qué va, no paran de llegar. Dice que quienes se la pasan jugando son unos sin vida, una gente sin oficio, unos inútiles... y entonces cae. Porque bueno, si todo el mundo habla de eso, hay que meterse para ver qué es lo que es.
Mírame la estupidez esta de Candy Crush, más gay y me mato. Un montón de caramelos y una voz que te sale con "Divine". Tres días después lo has descargado en tu teléfono y en la oficina lo juegas en tus tiempos libres. Eres un adicto, le lloras a tus conocidos por vidas y estás a un paso de regalarles papel higiénico a cambio de que te ayuden a pasar de nivel. Salen donas, chocolates... Es todo un espectáculo de colores. Te jactas. "Yo voy en el 102 y sale un papa upa". Impresionante.
Lo mismo pasó con Apalabrados. Le pedí a medio mundo que lo descargara y nadie me prestó atención. Para cuando se me había pasado la fiebre, había hasta camisas con el tablero y un montón de adictos que en lugar de leer una párrafo, iban haciendo conexiones mentales para transformar las letras y ganar más puntos.
Mi problema es que siempre pierdo. Nunca he sido buena con ningún juego. No soy tan lista para inventar una palabra. Me da flojera, me frustro y declino. Fui buena en Song Pop, pero la droga se me pasó cuando me quedé sin megas y sin WiFi. Cuando recuperé conexión, fue como volver a besar a un ex: se hacen ojitos, puede que tiren, pero no será lo mismo.
Con Candy Crush caí en la vena derrotista. Dos semanas en el nivel 30 me hicieron claudicar. Le pedí a una conocida que lo pasara por mí y tampoco pudo. Allí quedo. Ni lo abro. Esperaré la fiebre por el nuevo juego de moda. Los veo de lejitos con su "Divine".
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