martes, 25 de junio de 2013

Malas palabras (y otras muy refinadas)

-Me siento mal. Fui al baño, hice del dos y todavía me duele el estómago.
Reí internamente. No es que la desgracia de mi amiga me hiciera sentir bien, es que era imposible evitar  la carcajada cuando mencionó un número para referirse a una necesidad fisiológica. Lo mismo me pasó más temprano con un amigo.
-Me siento mal.
-¿Y eso?
-Me vino el periodo.
-Ahmm... Demasiada información.
-Tú preguntaste - le dije. ¿Es que acaso soy la única mujer a la que le viene la regla?
La verdad es que no soy yo la indicada de hablar de los eufemismos que hacen más bonita la verdad. Mi boca se niega a pronunciar pipe, huevo (o güevo), cuchara, papo y demás expresiones para hablar de las partes íntimas.
-¿Y cómo les dices?
Armando, mi jefe, disfruta hacerme esa pregunta que no tiene respuesta. No la tiene, porque la verdad es que no sé cómo llamar al pene y la vagina más allá de las dos palabras anteriores que parecen dichas por un niño de seis años.
Este fenómeno de maquillar las palabras no es exclusivo a esas cositas que nos enseñan a no decir cuando somos niños. Ahora se extrapola a las personas que consideran que su trabajo no es suficientemente digno o que si le dan un nombrecito de caché podrán cobrarte un poquito más. 
Tenemos entonces a la gente que vende cupcakes, en lugar de ponquecitos; los community manager, que en realidad están metidos en la computadora y el teléfono; y los que preparan sandwich o emparedados en el peor de los casos.
Estas personas usan lipstick y blush al maquillarse (o es lo que le compran a sus novias, que también es válido) y se van por las noches a comer sushi y carpaccio en una cata de vinos. Una cosa sí les digo. Después de los atracones, todos terminamos en el "inodoro" para cargar y mear (¡uff, lo dije!).

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