Por casi seis meses tuve la misma biografía en mi perfil de Twitter: a los veinte días de graduarme, me fracturé el brazo derecho. Con la mano que me queda, escribo locuras.
La súper cicatriz de mi vida, esa que adorna unos 25 centímetros de mi brazo derecho, es una herida de guerra. Me la hice cubriendo sucesos hace casi tres años, justo cuando iba a la casa del Padre Esteban Wood. En la clínica determinaron que mi húmero se fraccionó en dos. Era necesario operarme y remendarme con una placa y clavos quirúrgicos.
El golpe tuvo otra consecuencia, la que me llevó a un profundo estado de tristeza: me golpeé el nervio radial y no podía controlar los movimientos de la muñeca y los dedos. Mi mano era de goma; un ornamento inútil en mi cuerpo, así como yo era una inútil era en la vida. Y sí, era inútil, inservible y un desperdicio de consumo de oxígeno porque en ese momento me di cuenta que lo único que sabía hacer más o menos bien, era escribir.
Hay quienes nacen con grandes dones y talentos. Yo carezco de eso. No pinto, no canto, no toco ningún instrumento. No soy graciosa, no soy modelo. Ni cocino, ni saco el percudido de la ropa; mucho menos soy capaz de dejar las camisas bien planchaditas. ¡Qué va! Soy una inútil.
Las dolorosas sesiones de terapia funcionaban a cuentagotas. Mi brazo recuperaba su forma natural, no así los movimientos de mi muñeca. Cambié de traumatólogo en un intento desesperado por acelerar el proceso de recuperación.
Ese día caí al foso de la desesperación. El doctor sentenció la pérdida del movimiento: dijo que había pasado suficiente tiempo para la rehabilitación y que era necesario operar nuevamente. Ahora "jugarían" con mis ligamentos. Al final quedaría una mano rígida; una persona dispuesta a "chocarla" las 24 horas del día.
No importa cuán hábil pude volverme con la mano izquierda, perder la mitad de mí era asesinarme. Estaba muerta, definitivamente derrotada. En mi futuro ya no había letras y la verdad es que no se veía nada más.
Debía descubrir una nueva pasión y un nuevo talento. Salí con mis amigos a intentar ahogarme en alcohol y risas para olvidar la pena. El tema salió. Una amiga preguntó cómo iba mi recuperación y yo le contaba lo que estaba pasando.
-Es que no puedo alzar la muñeca. Mira. No puedo hacer un simple movimiento.
Mi cerebro mandó la orden a mi cuerpo, como tantas otras veces atrás, con una simple diferencia. Esta vez hubo respuesta. Mínima, pero la hubo.
No sé qué hubiera sido de mi vida si el camino fuera el retiro del periodismo, aunque a veces me arrepiento un poco de no haber vivido esa historia. A veces siento que no cuento con un Plan B, un "rompa el vidrio en caso de emergencia". Creo que por eso estoy tan enamorada de dar clases. Aunque mis niños me sacan canas verdes y me frustran por momentos, es algo que adoro. Siento que paso la antorcha. Enseño lo único que sé hacer; lo único que quiero hacer y lo único para que sirvo.
Supongo que vine a esta vida para esto: para narrar y seguir narrando. Para seguir imaginando, para seguir tecleando realidades y fantasías. Para seguir soñando alto. Para descubrir lo que ocultan las miserias y las grandezas del mundo con cada historia.
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