Reí internamente. No es que la desgracia de mi amiga me hiciera sentir bien, es que era imposible evitar la carcajada cuando mencionó un número para referirse a una necesidad fisiológica. Lo mismo me pasó más temprano con un amigo.
-Me siento mal.
-¿Y eso?
-Me vino el periodo.
-Ahmm... Demasiada información.
-Tú preguntaste - le dije. ¿Es que acaso soy la única mujer a la que le viene la regla?
La verdad es que no soy yo la indicada de hablar de los eufemismos que hacen más bonita la verdad. Mi boca se niega a pronunciar pipe, huevo (o güevo), cuchara, papo y demás expresiones para hablar de las partes íntimas.
-¿Y cómo les dices?
Armando, mi jefe, disfruta hacerme esa pregunta que no tiene respuesta. No la tiene, porque la verdad es que no sé cómo llamar al pene y la vagina más allá de las dos palabras anteriores que parecen dichas por un niño de seis años.
Este fenómeno de maquillar las palabras no es exclusivo a esas cositas que nos enseñan a no decir cuando somos niños. Ahora se extrapola a las personas que consideran que su trabajo no es suficientemente digno o que si le dan un nombrecito de caché podrán cobrarte un poquito más.
Tenemos entonces a la gente que vende cupcakes, en lugar de ponquecitos; los community manager, que en realidad están metidos en la computadora y el teléfono; y los que preparan sandwich o emparedados en el peor de los casos.
Estas personas usan lipstick y blush al maquillarse (o es lo que le compran a sus novias, que también es válido) y se van por las noches a comer sushi y carpaccio en una cata de vinos. Una cosa sí les digo. Después de los atracones, todos terminamos en el "inodoro" para cargar y mear (¡uff, lo dije!).
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